CUBA ¿SIN AZÜCAR?

Aunque la historia es adicta a la creación de clichés de la más diversa raigambre, por lo general estas cómodas identificaciones parten de una realidad más o menos evidente, que a fuerza de estar presente, deviene tipificación de una sociedad, un país, una época.

A Cuba, llamada en ciertas épocas “la llave del Golfo” (de México) por su privilegiada ubicación geográfica, o la “perla del imperio” (español en América) gracias a su riqueza, se le ha identificado a lo largo de los últimos dos siglos, más que nada, con el azúcar. Y no por un cómodo cliché: como han demostrado algunos historiadores cubanos de la más alta estima (Fernando Ortiz, Manuel Moreno Fraginals, Ramiro Guerra, a cuyas obras remito a los interesados en profundizar en el tema) la producción de azúcar ha sido la columna vertebral de muchos de los más importantes procesos económicos, sociales, históricos, incluso étnicos y culturales, que han dado su fisonomía peculiar a esta isla del Caribe.

Quizá sobraría como ejemplo de la importancia histórica del azúcar para Cuba, el hecho de que si la isla no celebra por estos años el bicentenario de la independencia, como la mayoría de las repúblicas iberoamericanas, se debe precisamente al azúcar: la riqueza cubana del siglo XIX se fundó sobre esta industria, cuyo funcionamiento requirió de los brazos de millones de esclavos importados de África y que, hacia 1820, constituían (negros y mestizos) alrededor de la mitad de la población insular. Con su presencia esos negros crearon sobre la burguesía cubana (también llamada sacarocracia) el temor a que un cambio de sistema político condujera a una revolución como la que, poco antes, se había producido en el cercano Haití (hasta ese momento el mayor productor de azúcar del mundo).

No menos ejemplar resulta el hecho de que el levantamiento independentista al fin concretado en 1868, se realizara en los predios de un ingenio (fábrica de azúcar) y que su primera medida revolucionaria fuese la liberación de los esclavos negros de su propietario, el patriarca Carlos Manuel de Céspedes.

En 1970, ya en pleno período revolucionario, se apostó sobre una zafra azucarera que debía producir diez millones de toneladas, el salto económico de la isla hacia niveles superiores de desarrollo. El fracaso de aquel intento, bien lo sabemos los cubanos, no solo deterioró la economía del país, sino que modificó muchas de sus estructuras sociales y culturales (desde la alteración de tradiciones como las fiestas navideñas y los carnavales hasta la implantación de la ortodoxia más férrea en el terreno de la creación artística que, a partir de entonces, vivió el llamado quinquenio gris o decenio negro…).

Por eso la noticia de que este año la zafra azucarera cubana ha sido la más improductiva desde 1905 –cuando el país apenas se recuperaba de la devastación que produjo la guerra independentista de 1895-98– resulta más alarmante de lo que muchos puedan imaginar. Es, además, una señal inequívoca de que la economía cubana genera sus propias crisis, con independencia de las que pudieran llegar a través de los mares y los embargos.

Hace unos pocos años, cuando los precios del azúcar descendieron drásticamente y la productividad interna era ya lamentable, se produjo una reestructuración de este sector y se decretó el desmontaje de varias decenas de fábricas y la utilización de muchas tierras para otros cultivos. La industria azucarera que nos identificaba y que tantas riquezas produjo en otros tiempos recibía así una estocada profunda que la desplazaba de su tradicional protagonismo en la vida económica cubana.

La realidad demostraría, con su terquedad, que las superficies antes dedicadas a la caña de azúcar no eran imprescindibles para el desarrollo de otras producciones, pues en la actualidad, luego de algunas reparticiones de tierras a cooperativistas, todavía quedan entre un millón 230 mil y tres millones de hectáreas de tierras ociosas, mientras el problema de la producción nacional de alimentos no ha mejorado ostensiblemente, pues hasta hace poco se calculaba en un 80% el monto de los alimentos importados para el consumo. Y también se ha demostrado que la eficiencia no regresaría fácilmente a la producción azucarera.

Solo un día después de la destitución-renuncia del hasta entonces ministro del ramo, la prensa cubana al fin se hacía eco del desastre azucarero del año 2010 y anunciaba una campaña funesta para el venidero. Problemas de todo tipo –desde organizativos hasta de previsiones realistas- llevaron a lo que un experto en el tema llamó autoengaño de los responsables del sector y, sobre todo, de “embarcar” al país: en cubano eso significa estafar, embaucar, comprometer sin respuestas… Estar “embarcado” es haber caído en desgracia.

A los costos económicos que, obviamente, está trayendo el desastre azucarero, justo en un momento de altos precios internacionales del producto, se suma una extraña sensación de frustración que, como cubano, al menos a mí me embarga desde que tuve acceso a esa información. La economía de la isla, ya lo sabemos, anda en serios conflictos con sus estructuras productivas e incluso con sus fuerzas laborales (se habla de un millón de personas sobrantes en los empleos del Estado, casi un cuarto de la fuerza laboral activa), pero también el desastre azucarero toca el orgullo de una nación, de una sociedad, de una espiritualidad a la que, desde los tiempos en que mayor fue el dolor de los esclavos africanos o la opresión de los braceros chinos, el país debe casi todo lo que fue: incluso, le debe hasta el cliché, creo que inventado por los años 1940, de que sin azúcar no hay país. (FIN/COPYRIGHT IPS)

(*) Leonardo Padura, escritor y periodista cubano. Sus novelas han sido traducidas a más de quince idiomas y su más reciente obra, El hombre que amaba a los perros, tiene como personajes centrales a León Trotski y su asesino, Ramón Mercader.

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