Una anécdota, probablemente apócrifa, referida al líder argentino Juan Domingo Perón, es una fiel ilustración de una de las características no solamente del populismo latinoamericano, sino del generalizado en prácticamente todo el mundo. Al parecer, en una conferencia de prensa, ya en pleno disfrute de poder, se le preguntó al marido de Evita: ¿Qué porcentaje de argentinos eran conservadores? Un 25%, dijo. ¿En qué proporción son socialistas: 20%. ¿Cuántos pueden considerarse radicales?: 30%. ¿Comunistas? 25%. ¿Democristianos?: 10%. Al casi rebasar el cómputo del 100, el agudo periodista le preguntó: ¿y peronistas? Todos, fue la respuesta sarcástica y certera del caudillo justicialista.
El populismo posee una seña de identidad en el más amplio contexto de las demás ideologías y alternativas políticas modernas. Los populistas nunca se autocalifican como tales, en contraste con los socialistas, comunistas, conservadores, liberales
Con fastidio, soportan precisamente que sean éstos los que les regalen la etiqueta generalmente concedida con aire peyorativo (demagógica, es la más generalizada), aunque numerosos políticos encuadrados en las ideologías ortodoxas asuman como propio el credo populista y lo practiquen, sin ambages.
En el fondo, Perón tenía plena razón: todos son peronistas, o por lo menos él lo creía y deseaba. Es lo que también anhelan los nuevos populistas de América, arrinconando a una oposición disminuida gracias a elecciones ventajosas o referéndums oportunistas. Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa. Pero no resiste emplear la estrategia populista el nuevo presidente chileno Sebastián Piñera en Chile, al verse obligado a ocupar el amplio espacio anteriormente dominado por la Concertación formada por los socialistas dirigidos por Bachelet y los democristianos de Frei.
Es también el esquema ejercitado por Alvaro Uribe en Colombia, al cosechar los beneficios de su lucha contra el terrorismo y la criminalidad, y así intentar la reelección sucesiva (negada por la Corte Constitucional). También en Estados Unidos fue populista Richard Nixon al reclamar el apoyo de la llamada mayoría silenciosa. Es lo que ahora ambicionan los disidentes del sistema como la exgobernadora de Alaska y ex candidata a vicepresidenta Sarah Palin. Es el aire del mensaje de Scott Brown al capturar el escaño senatorial dominado por Ted Kennedy durante medio siglo. En fin, el nuevo populismo es el sentimiento que transpiran las asambleas antisistema del Tea Party.
El populismo reclama residir en todo el espectro político, sin respetar las fronteras entre derecha, centro o izquierda. Pero necesita unos ingredientes para ocupar los espacios reservados a las ideologías tradicionales. En América Latina (y en otros lugares, también), requiere, en primer lugar, una masa empobrecida, poco educada, marginalizada social y económicamente, desengañada, y sobre todo huérfana de liderazgo. Es el sector víctima del fracaso de la construcción del estado-nación liberal y de opción, donde todos tuvieran cabida.
En los países más desarrollados, el populismo fundamentalmente se ceba en los temores de la clase media que percibe el peligro de ser degradada al estatus del proletariado, con su capacidad de ingreso disminuido y su calidad de vida dañada crónicamente.
El candidato a conductor populista necesita otros dos componentes para tomar el poder. Además de la colaboración de la masa, debe disponer de unos recursos económicos, susceptibles de rendir jugosos beneficios mediante la exportación, que pueda repartir de forma ventajosa. La carne y el trigo de la pampa es la reserva de Argentina. El gas es ahora el arma imponente de Morales en Bolivia. Los ingresos del petróleo venezolano sostienen a Hugo Chávez. Como consecuencia, el reparto genera una corrupción notable por el ejercicio de una peculiar piñata.
Pero el agotamiento de los recursos y el descenso de la cotización en los mercados mundiales pueden generar serias dificultades para el omnipotente populista, al no poder siguiendo compensar adecuadamente a la masa por los favores recibidos.
Finalmente, el líder populista debe denunciar a una élite económica, social y sobretodo con cierto tufillo de intelectual, para convertirla en objeto de revancha, acusación de abuso y explotación. La historia sociopolítica de la civilización occidental está sembrada de ejemplos diversos de populismo, desde la política de algunos emperadores romanos (como el mismo Julio César), que soslayaron el papel del Senado, hasta el fuerte sentimiento popular generado por el romanticismo. Barroco, Clasicismo e Ilustración, bajo la égida de la élite, estaban considerados como antitesis del sentimiento populista que se inclinaba por la simpatía hacia Robin Hood.
La escena latinoamericana es riquísima en la presencia de la ideología populista y su puesta en práctica. Con la lenta pero inexorable desaparición de los próceres de la independencia, dominadores del primer periodo de prioridad prestada a la consecución de la soberanía, aparece la urgencia de la búsqueda de la identidad nacional que pudiera encuadrar a todos los sectores. Surgen entonces las dicotomías contundentes. Están inauguradas por el enfrentamiento, por ejemplo, del bando populista de Juan Manuel de Rosas en la Argentina, la barbarie, con el sector elitista de Domingo Faustino Sarmiento, que abogaba por la apuesta de la civilización europeizante. De la errónea interpretación de ese mensaje derivan no pocos de los males latinoamericanos. (FIN/COPYRIGHT IPS)
(*) Joaquín Roy es Catedrático Jean Monnet y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami (jroy@Miami.edu).