En una cultura global dominada por la impaciencia de la juventud y alimentada por cadenas de suministros rápidos todo necesita ser hecho de inmediato. Pero justo cuando parece que la perversa velocidad ha contagiado a todo el planeta, están brotando movimientos para apretar el freno y saborear lentamente los placeres simples de la vida, precisamente en aquellas culturas más adictas a la aceleración, mientras antiguas civilizaciones orientales como las de China e India, largamente atrapadas en la pobreza y el atraso tecnológico, se ponen en marcha y barren siglos de lenta vida aldeana con un frenético desarrollo industrial.
Entretanto, las sociedades occidentales desde hace largo tiempo adictas a la velocidad se hallan atascadas en una vida alterada por la recesión, que está forzando a muchos a permanecer en sus casas. Lo que una vez fue una ansiosamente esperada aventura, el viaje aéreo, se ha transformado en una cara experiencia. Cocinar en la propia casa, cuidar el jardín y el casi olvidado arte de la conversación son cosas que están volviendo a ganar popularidad. El desempleo y el subempleo están invirtiendo las prioridades de la mayoría de los estadounidenses de las clases media y trabajadora.
Algunos de estos cambios han sido forzados por las cambiantes condiciones de vida. Pero hay también movimientos conscientes de la necesidad del cambio. Quienes abogan por la lentitud señalan su antecedente en el movimiento slow food fundado en Italia por Carlo Petrini en los años 80 durante una campaña para evitar que MacDonalds se estableciera en las cercanías de las escalinatas de la romanísima Piazza Spagna. Los defensores de la comida lenta propician una agricultura sostenible y ubicada más localmente, una más compasiva cría de animales y un más relajado paladeo de los sabores.
Desde entonces no sólo proliferó la comida lenta sino también el viaje lento, el arte lento, el diseño lento e incluso el sexo lento. Como señaló alguna vez la actriz del cine mudo Mae West Todas las cosas que valen la pena, hay que hacerlas lentamente. Carl Honore, cuyo libro Elogio de la lentitud fue el primero que reunió los dispares hilos de este movimiento en vías de expansión, resalta que alabar la lentitud no significa un rechazo de la tecnología avanzada ni una resistencia lúdica a todas las cosas nuevas y rápidas, sino que se trata de encontrar un equilibrio entre rápido y lento, entre movimiento y quietud. De este modo, por ejemplo, podemos usar las innegables ventajas de las comunicaciones instantáneas para reducir la necesidad de movernos de lugar en lugar.
El movimiento Recupere su tiempo, con base en Seattle, propone que retomemos el control de nuestra vida, alienada por el ritmo acelerado de la sociedad actual, y opina que ello servirá para reducir nuestro propio impacto sobre el ambiente, para mejorar la salud personal y pública y ahorrar dinero. El coordinador de ese movimiento, John de Graaf, demuestra que, no obstante las estrecheces que provocan las crisis económicas, durante ellas se registran mejoras tanto en la salud personal como en la pública. Por ejemplo, a uno por ciento de aumento del desempleo corresponde medio punto porcentual de reducción de la tasa de mortalidad. Y el mayor ascenso del promedio de expectativa de vida de los estadounidenses seis años- se produjo durante la Gran Depresión de los años 30.
Además, durante la actual recesión en Estados Unidos ha habido un buen aumento de participantes en tareas voluntarias, un 40% de incremento en la jardinería hogareña y un 20% de disminución de víctimas fatales de accidentes de tránsito (10.000 menos muertos por año). Con un 10% de desempleo y un subempleo del 7%, la semana de trabajo promedio es hoy de 33 horas, el nivel más bajo desde 1964. Con menos vehículos en movimiento se registran menos contaminación ambiental y menos casos de asma.
Hasta hace poco el movimiento slow había sido en gran medida integrado por quienes disponen de medios y tiempo para el disfrute del ocio. Pero la Gran Recesión puede llevar a muchos más estadounidenses y a otros que comparten su cultura a explorar modos de ser y hacer más lentos y menos consumistas. Para los occidentales adictos a la velocidad son potencialmente enormes los beneficios en materia energética, ambiental y sanitaria que les puede proporcionar un ritmo pausado. Pero tales efectos en Occidente tienen como contrapartida la súbita aceleración de las economías y las culturas en Oriente.
Europa occidental está décadas adelantada con respecto a América del Norte en su cambio hacia la lentitud. Habiendo sufrido siglos de guerras, revoluciones e industrialización, los europeos lanzaron un colectivo suspiro de tristeza y al mismo tiempo de alivio después de las pérdidas de la Segunda Guerra Mundial y adoptaron un estilo de vida más reposado. Ante la declinación de su carácter de superpotencia, Estados Unidos está por experimentar una definitiva reducción de su papel en el mundo. Para algunos la amargura, el resentimiento y un rechazo a enfrentar los hechos ha provocado la estimulación de una desafiante mentalidad de apretar el acelerador a fondo. Pero, para muchos otros la desaceleración es una oportunidad para bajar el ritmo y saborear cosas que se han perdido durante generaciones de febril actividad. (FIN/COPYRIGHT IPS)
(*) Mark Sommer, periodista y columnista estadounidense, dirige el programa radial internacional A World of Possibilities (www.aworldofpossibilities.com).