Tras el fallecimiento del general Alexander Haig, el 20 de febrero, los medios de comunicación en Estados Unidos han recordado con especial interés algunas de las anécdotas que reflejan la personalidad de uno de los militares norteamericanos más conocidos desde la Segunda Guerra Mundial. Estuvo a la altura de George Marshall y Douglas MacArthur. Pero todos fueron superados, naturalmente por Dwight Eisenhower, quién fue el único que, al colgar los galones que usó para liberar Europa, llegó a la presidencia.
En común con MacArthur, liberador de las Filipinas y virrey del Japón, Haig se destacó por alto perfil demostrado en sus múltiples funciones en el gobierno. Pero si MacArthur pagó con la destitución al haber plantado cara a sus superiores en Corea, Haig supo magistralmente capturar numerosos rincones de poder al máximo nivel. Mientras Marshall, el diseñador del plan de ayuda económica mayor de la historia, que justamente recibió su nombre, permaneció discretamente en la sombra de Roosevelt y Truman, Haig fue un maestro en atraer la atención mediática, hasta unos límites que rebasaban lo razonable. Fue un caso emblemático y raro de militar político.
No tiene nada de extrañar que los biógrafos apresurados ante el hecho de su muerte se hayan centrado en unas opiniones y muestras de conducta que en su momento fueron noticiosas y se han instalado como clásicos. Ninguna supera en profundidad y registro histórico a la veloz aseveración desde la Casa Blanca, como Secretario de Estado de Ronald Reagan, cuando éste fue víctima de un atentado el 31 de marzo de 1981, al salir de un acto en el Hilton de la capital. Haig restalló como si fuera un vaquero personificado por el Reagan actor: Yo estoy al control. Quizá obró con toda la buena intención de dar la sensación de normalidad. Pero transpiró un irreprimible sentido de superioridad, siguiendo un imaginario escalafón de tipo militar. Erró en su análisis sucesorio ante la incapacidad temporal del Presidente.
El problema era que ante la ausencia del vicepresidente (que entonces era George H. Bush), que se trasladaba velozmente a Washington, el escalafón pasaba por el Speaker de la Cámara de Representantes y el Presidente del Senado. Cualquiera de ellos debía dimitir para ocupar el cargo temporal de presidente para suplir la incapacidad de Reagan. Distinto asunto era la línea sucesoria, en la que el Secretario de Estado se situaba tras el vicepresidente.
El desliz difuminó irremediablemente su brillante carrera, que incluyó servicio en Corea y Vietnam, asesor de Henry Kissinger cuando estaba a cargo de la seguridad nacional con Nixon (1969-72), jefe del gabinete del mismo (1973-74), Comandante Supremo de la OTAN (1974-79), y finalmente Secretario de Estado de Reagan (1981-82). Sus intentos de candidatura a la presidencia se resintió del desliz ante el atentado contra Reagan.
Pero la prensa norteamericana no ha aludido a otra famosa cita de consecuencias mediáticas que se ha insertado en los anales de la historia política de España y sus relaciones con Estados Unidos. Apenas unos días antes de la muerte de Haig, el 23 de febrero es el aniversario (este año, el 29) del golpe de Estado provocado por la invasión del Congreso de Diputados español, en la intentona dirigida materialmente por el coronel Tejero Molina.
Todavía estaban humeantes los disparos al techo de la cámara legislativa, con todo el gobierno y los diputados convertidos en rehenes. La reacción de Haig ante el acontecimiento insólito se ha convertido en un hito de los anales de la actitud de Washington ante el devenir político español, todavía un aliado clave en la Guerra Fría. Es un asunto interno de España, fue la frase lacónica del entonces Secretario de Estado.
Todavía hoy se le pasa factura a Washington por esa desafortunada muestra ambigua de respaldo a la democracia española, que apenas contaba con un lustro de vida, tras la desaparición del franquismo. Gobierno y oposición entonces se quedaron estupefactos. Se interpretó que Washington se mostraba indeciso (o, peor, más cómodo) ante la perspectiva de tratar con una nueva dictadura, como en los viejos tiempos.
Pero cualquiera que fuera la interpretación, lo que sí es razonablemente cierto es que Haig debía estar bien informado del precario estado de la democracia española. Estaba candente la dimisión de Adolfo Suárez como Presidente del Gobierno y al traspaso de mando a su sucesor Leopoldo Calvo Sotelo, en el timón de la debilitada Unión de Centro Democrático (UCD). La Sexta Flota había posicionado sus buques en lugares estratégicos cercanos al litoral de Iberia. Aviones AWACS revoloteaban el cielo de Madrid. El embajador norteamericano Terence Todman se entrevistaba con el cerebro gris de la trama golpista, el general Alfonso Armada.
¿Advirtió Washington a Madrid de los preparativos del golpe? No hay evidencia, lo que equivale a una deslealtad contra un aliado. ¿Estaba Haig y su entorno de inteligencia al tanto? Negarlo todavía hoy equivale a darle una nota de ineptitud al servicio de espionaje norteamericano, al nivel del ridículo demostrado ante los ataques del 11 de Setiembre. Solamente Haig y unos pocos que ejercían el poder entonces tienen la respuesta. Pero, inexorablemente, se llevan el secreto al descanso eterno. (FIN/COPYRIGHT IPS)
(*) Joaquín Roy es Catedrático Jean Monnet y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami (jroy@Miami.edu).