Haití fue el primer país independiente de América Latina. La colonia francesa de Saint-Domingue, que ocupaba la mitad occidental de la isla de La Española, vio en los años finales del siglo XVIII arder los cafetales y plantaciones de caña que tanta riqueza le habían dado a la metrópoli europea. El fuego lo pusieron los negros esclavos, traídos de África o ya nacidos en la colonia, quienes tuvieron la osadía de pensar que el sueño iluminista de que la libertad, la igualdad y la fraternidad eran posibles para los hombres, también los concernía a ellos, los más explotados y desiguales. Pero hombres al fin y al cabo.
El reto lanzado al mundo y a la historia por los negros y ex esclavos haitianos al parecer fue demasiado audaz y pronto se revertiría como una maldición secular. Desde entonces Haití sería territorio de invasiones y ocupaciones, de dictaduras y violencia, de miseria, dolor, ignorancia, miedo y fanatismo. Derrotados los sueños y la utopía, Haití se convertiría en una ventana del infierno sobre la faz de la tierra.
Haití es el país más pobre del hemisferio occidental, el más analfabeto, el más asolado por la violencia y las enfermedades, el más hambreado e insalubre. Nueve millones de hombres, mujeres y niños, casi todos negros, viven en un pedazo de tierra esquilmado y agreste, donde periódicamente aflora la violencia del modo en que se expresa entre los más pobres, incultos y desposeídos: de manera radical y sin límites. En Haití, cada día, mueren de hambre, desnutrición, enfermedades curables y de desolación cientos de niños, ancianos, mujeres.
Hasta que la furia de la naturaleza sacudió la capital haitiana, el pasado 12 de enero, y la devastó, dejando una cifra todavía impredecible de muertos y heridos, ¿quién hablaba de Haití?, ¿quién se acordaba de Haití y su eterna agonía?
Hoy los gobiernos de muchos países expresan su dolor y entregan su solidaridad humanitaria a un país desolado. Gracias a un terremoto que parece salido de entre las maldiciones del Apocalipsis (aunque una ira así no puede ser divina), se habla de Haití, se ayuda a Haití, se recuerda a Haití. El auxilio que llega y llegará al país seguramente salvará vidas, alimentará hambrientos y abrigará a desposeídos. Pero, ¿cuándo pase la ola quién seguirá ayudando a Haití?
Las decenas de miles de muertos que hoy yacen bajo los escombros de una ciudad pobrísima, en las fosas abiertas de cualquier manera y hasta en las mismas calles de la ciudad conmueven de una manera especial. Pero, ¿y los que morían de hambre y desesperanza un día antes, a quién conmovían?
Ahora, cuando se habla de Haití, se deberían utilizar palabras que no solo fueran de condolencia, sino también, y sobre todo, de esperanza: Haití necesita de la ayuda que le llega hoy, pero igual de la que reclamaba desde mucho antes, la ayuda que le permita salir de su ancestral miseria, de su ignorancia compacta, de su pobreza, que son tan y hasta más devastadoras que el más devastador de los terremotos.
La furia de la naturaleza nos ha recordado a todos que Haití existe. Ojalá mañana, cuando la tragedia salga de los titulares de los periódicos y de los reclamos de los organismos internacionales, cuando estos muertos de hoy hallan sido sepultados, no nos olvidemos de que Haití seguirá existiendo, pobre y misérrimo, y que su gente seguirá muriendo si no se cambia el destino trágico que un mundo injusto le deparó a los herederos de aquellos esclavos que hace dos siglos lucharon por la libertad, la igualdad y la fraternidad entre los hombres. Como si fuera posible. (FIN/COPYRIGHT)
(*) Leonardo Padura Fuentes, escritor y periodista cubano. Sus novelas han sido traducidas a más de quince idiomas y su más reciente obra, El hombre que amaba a los perros, tiene como personajes centrales a León Trotski y su asesino, Ramón Mercader.