ESTADOS UNIDOS: EL ENTIERRO DE UNA MONARQUÍA

El funeral y entierro de Ted Kennedy es el acontecimiento más cercano a una ceremonia con aureola monárquica. Fue, sin embargo, un final sin continuación dinástica. El Rey murió, pero, de momento y en su familia, nadie parece tomar la antorcha. Los focos se posan sobre Barack Obama, pero no será lo mismo. El joven presidente representa un país en transición, al rescate de un lugar en el globo y en el interior escamoteado por George W. Bush.

La muerte de Kennedy es el cierre de un sueño americano. Combina la agenda niveladora de la democracia y la mística del poder de perfil real, con corte incluida. “Todos los hombres fueron creados iguales”, dice el credo constitucional, pero en un giro orwelliano, unos son más iguales que otros. Eso gusta a los estadounidenses. Así escapan, aunque sea ficticia y temporalmente, de la mediocridad populista y la esclavitud de la solicitud del voto. En el país del tuteo inexorable, solamente un ciudadano es “Mr. President”. El pueblo norteamericano, desde que George Washington se negó a apoltronarse en la silla presidencial, en un ejercicio inteligente que los muchos líderes latinoamericanos no parecen entender, siente nostalgia de protección bajo un rey, y mejor con una corte.

Algunas familias políticas tuvieron su oportunidad de ejercer ese papel, pero desaparecieron temprana o voluntariamente se autoimpusieron límites, como fue el caso emblemático de Franklin Delano Roosevelt al forjar la enmienda que prohíbe un tercer mandato. Desaparecida la inocencia de la guerra justa contra Adolf Hitler y el escarmiento al Japón por el atrevimiento de Pearl Harbor, en el ambiente inseguro del principio de la Guerra Fría, cuando Estados Unidos ya estaba a punto de debatirse en facciones sociales y políticas, surgió la fascinación del Camelot de los Kennedy.

Encajaban a la perfección con perfil requerido. El padre había ascendido los peldaños económicos desde los orígenes humildes de la inmigración irlandesa hasta ser embajador en Londres. Tozudo en situar a sus vástagos en la cúspide del poder, imperturbable ante el hándicap de su catolicismo en un país todavía entronizado en la superioridad protestante, vio cumplido su sueño cuando John fue elegido presidente.

Protegido por una familia numerosa, el joven presidente añadió un toque de elegancia y cierto exotismo al estar casado con Jacqueline Lee Bouvier. Hablaba francés y competía con una sonrisa noble ante la eterna risa de mejilla a mejilla y el presumir de marfileña dentadura de toda la familia.

La muerte prematura de su hermano mayor Joseph en un siniestro aéreo al principio de la Segunda Guerra Mundial debiera considerarse como lamentable excepción en las vidas de la familia. En realidad, fue un precedente trágicamente repetido hasta el mismo entierro de Ted en Arlington. El infortunio pareció cebarse en numerosos miembros de la dinastía (hijo, sobrinos, cuñados). La opinión pública, huérfana de la presencia del rey JFK, se mantuvo expectante gracias a la supervivencia y tenacidad de su hermano Bob, quien tomó el relevo natural mientras el país se destrozaba por la guerra de Vietnam, error que tajaba la carrera de Lyndon Johnson. Pero el asesinato del sucesor en junio de 1968, apenas enterrado Martin Luther King, presentaba un reto al varón superviviente de los Kennedy, bajo la presión de un pueblo ansioso por la continuación del sueño,

No es casualidad que un año después, en 1969, Ted Kennedy cometió el mayor error de su carrera y vida personal al abandonar la escena del accidente que costó la vida de Mary Jo Kopeckne, una ex secretaria de su oficina, atrapada en un coche que era conducido por el propio Kennedy, probablemente borracho, al terminar una juerga en la mítica residencia familiar cercana a Martha’s Vineyard. Al ver prácticamente eliminada su misión de llegar a la Casa Blanca, Ted se enzarzó en una carrera desenfrenada por crearse una imagen en cumplimiento de una mezcla de catolicismo basado en la redención y el mito protestante del trabajo y la perseverancia.

El electorado norteamericano, menos el tercio largo de residentes de Massachusetts que nunca le perdonaron y consecuentemente no lo votaron, se aprestó a olvidar los pecados, los pasos en falso, su divorcio de Joan (la más atractiva de los Kennedy por adopción, alcohólica). Entonces cuando Ted aceleró su personal agenda de servicio público para retornar a la sociedad los favores de privilegiado. El complejo de culpa lo impelió a continuar el duro trabajo en el Senado, sujeto a las servidumbres del intercambio de votos, siempre bajo la mirilla de la prensa.

Su record legislativo es verdaderamente impresionante. No hay medida en la tradición de la Nueva Frontera de su hermano y la Gran Sociedad de Johnson que no lleve su impronta. La historia muestra su impacto en el refuerzo de la Seguridad Social a la incipiente protección sanitaria para los menos favorecidos, en las leyes antidiscriminación, y la resistencia a las intervenciones de Estados Unidos en aventuras bélicas, especialmente la última protagonizada por George W. Bush. Sarah Palin lo llamaría con justicia “socialista”.

La insistencia en inclinarse por la legislación del aborto le costó la ira vaticana. Agotados los recursos humanos en su familia, la herencia no parece recaer más que sobre las espaldas de Obama. La agenda reconciliadora del presidente puede ayudarle a cumplir con la misión. Pero, ¿se podrá decir en términos kennedyanos “Viva el rey?” (FIN/COPYRIGHT IPS)

(*) Joaquín Roy es Catedrático ‘Jean Monnet’ y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami (roy@Miami.edu).

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