EL CONSENSO DE WASHINGTON: UNA ESTRELLA FUGAZ

El Consenso de Washington es el título de una prescripción ecónomica neoliberal que presumía una validez universal y perenne, y ha sido barrida por la recesión mundial junto con otras fórmulas del llamado “pensamiento único”.

Consenso de Washington se denominó, en 1989, a la convergencia de políticas económicas que -en paralelo a la caída del Muro de Berlín- el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Tesoro de los Estados Unidos impusieron en el mundo como el nuevo modelo de desarrollo económico, con profundas implicaciones políticas.

Numerosos estudios, entre ellos los del Banco Mundial, han documentado cómo las políticas de ajuste estructural han causado graves daños a las economías más débiles y a los sectores más frágiles en todo el Tercer Mundo, que debían ser los beneficiarios del Consenso. La decisión de desmantelar, donde sea posible, el Estado y su función reguladora, ha llevado a una reducción de todos los gastos sociales, con graves deficiencias sanitarias y educacionales, eliminando las redes de seguridad, mientras al mismo tiempo se abrían las fronteras, con la eliminación de cualquier tarifa defensiva de los productos nacionales, a la espera de las grandes inversiones privadas externas que debía atraer un mercado finalmente libre.

El ex presidente de Tanzania, Benjamín Mkapa, resumió muy bien su experiencia y la de muchos otros países: “Hemos privatizado todo lo poco que el Estado tenía. Todo ha sido comprado todo por capitales extranjeros, porque no teníamos capitales nacionales que pudiesen competir. Y las empresas extranjeras casi siempre han cerrado las empresas locales, para transformarlas en distribuidoras de productos extranjeros, ya que no eran competitivas, aumentando la desocupación. Los expertos del FMI y del Banco Mundial habían previsto esto, pero nos dijeron: ahora el Flujo de la Inversión Privada, llevará a la creación de nuevas empresas, competitivas y tecnológicamente actualizadas, que serán la base de un desarrollo moderno y duradero. No nos ha llegado nada.” . El premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz, en sus memorias del período de Economista Jefe del Banco Mundial, observó que muy a menudo las decisiones eran tomadas sobre la base de un modelo económico abstracto, sin ninguna atención a la realidad local. El ex presidente de Hatí, Jean Bertrand Aristide, consideraba incomprensible que las misiones de los organismos financieros internacionales le indicaran como modelo de desarrollo, para su pobre isla, una industrialización a “la mexicana”, o sea en base a las “maquiladoras”, las cadenas de montaje en la frontera de México con los Estados Unidos, para obtener ventajas de la cercanía geográfica. El desarrollo industrial puede solo llegar después de un mínimo desarrollo educativo y de infraestructura, para lo cual era necesaria ayuda económica sin reembolso, repetía Aristide en cada ocasión.

En la historia de las teorías económicas y políticas, ninguna ha conocido un apogeo tan completo y una declinación tan rápida como la teoría neoliberal del mercado libre como panacea; y de su cosmogonía política, la llamada globalización neoliberal.

Hoy asistimos a una toma de distancia de muchos de los antiguos cantores de la mano invisible del mercado. Además del caso de Stiglitz, el más conocido es el de Jeffrey Sachs, el autor no solamente del duro ajuste estructural de Bolivia, sino sobre todo del brutal proceso de privatización de la economía soviética, con el nacimiento del capitalismo salvaje ruso. Hoy Sachs trabaja para las Naciones Unidas, para la realización de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), e insiste sobre la importancia del Estado como elemento insustituible para las políticas sociales, educativas, sanitarias y para regular el cuadro del desarrollo económico.

También habla un nuevo lenguaje el Banco Mundial, que ahora insiste nuevamente sobre el papel central del Estado, después de haber gastado un decenio para financiar su desaparición. Y es notable ver cómo la llegada de un político, Dominique Strauss-Kahn, como director general del Fondo Monetario Internacional, con percepciones y visiones diferentes del tradicional mundo financiero, ha introducido en el FMI un proceso de cambio sorprendente.

Ciertamente, ha sido necesaria una crisis cercana a la mítica de 1929, pero con impacto mundial en la ocupación y en el crecimiento, para que los promotores de la globalización neoliberal optasen por un cauto silencio. Los daños provocados han sido demasiado evidentes, como para ignorarlos. Pero no deja de ser curioso que Gordon Brown –quien, como Ministro del Tesoro, se había obstinado en hacer de la City londinense el lugar de encuentro de las especulaciones financieras– anunciar como primer ministro británico la sepultura del Consenso de Washington.

Mientras tanto, estamos lejos de haber hallado un nuevo consenso sobre el modelo económico. El Premio Nobel de Economía Paul Krugman (neo keynesiano) escribe cada semana en The New York Times que, al final, se adoptarán algunas medidas de control, pero sin llegar al fondo del problema: esto es, la adopción de un coherente sistema de regulaciones que coloque al ser humano y a la sociedad como centro de la economía y de la política. (FIN/COPYRIGHT IPS)

(*) Roberto Savio, fundador y presidente emérito de la agencia de noticias Inter Press Service (IPS).

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