Uno de los recuerdos más persistentes que conservo de mi infancia transcurrida en la cada vez más remota década de 1960, del siglo y milenio pasados- son las largas noches de apagones, como los cubanos llamamos a los cortes eléctricos. La inocencia infantil, sin embargo, convertía aquellas horas densas y oscuras en una peripecia que se añadía a juegos como el de la caza de cocuyos (luciérnagas) y el del escondite: nada como un barrio en sombras para la práctica de esos juegos a la que tantas noches nos entregamos.
Casi cincuenta años después de aquellos apagones originarios y luego de haberlos sufrido también en algunos períodos de los años posteriores hasta tocar el clímax de la década de 1990, cuando alcanzaron hasta dieciséis horas diarias en buena parte del país- parecía que la maldición de los cortes eléctricos programados había sido exorcizada. Más de una vez, en años recientes, se anunció que el país contaba con suficiente combustible (incluido el extraído en la isla) y capacidad de generación como para borrar de la realidad el molesto apagón, como suelen llamarlo los voceros oficiales.
Pero la crisis económica internacional, la falta de dinero que afronta la isla, los precios del petróleo y la posibilidad de reexportar una parte del que le vende Caracas a La Habana a precios preferenciales o como pago por los servicios de los colaboradores cubanos, ha puesto el ahorro de combustible no solo en la agenda económica del gobierno, sino en los temores de los cubanos que, con insistencia, escuchamos la noticia de que si no se recorta el consumo, los apagones volverían como las oscuras golondrinas de que hablara un poeta nacido antes de que se le diera uso doméstico a la electricidad…
A lo largo de las últimas cinco décadas los cubanos hemos convivido con las más disímiles carencias. Para algunas hemos encontrado alternativas, capacidad de adaptación, estrategias de resistencia. Para otras la escasez de viviendas o de suficiente comida a precios asequibles- hemos aprendido a paliarlas de los modos más atrevidos: desde la conversión de una habitación en dos por el método de construir un entresuelo (la llamada barbacoa) hasta la ingestión de cualquier cosa masticable que llene el estómago sin matarnos (picadillos de carne extendidos con soya, cáscaras de plátano hervidas y luego marinadas, etc.). Pero contra el apagón no hay opciones y menos en los largos veranos tropicales que nos regala la geografía.
Para conseguir el ahorro de combustible necesario (¡Ahorro o muerte! es lema nacional de hoy) el gobierno cubano implementó una serie de medidas dirigidas a lograrlo en el sector empresarial y productivo del país, el de mayores índices de consumo. De inmediato fueron apagados varias horas al día ventiladores y aires acondicionados, canceladas muchísimas luces, reducida la salida de ómnibus urbanos y decretado todo un plan de consumo para cada entidad, con la advertencia de que su incumplimiento podría conducir al cierre de la industria, oficina, taller que no consiguiera los recortes previstos.
Pero advierte el plan- si aun así no se conseguía disminuir el gasto de combustible hasta los niveles exigidos por la economía centralizada, llegarían otra vez como las ya citadas golondrinas- los apagones al sector residencial.
El programa es sencillo: Cuba debe convertir el ahorro en fuente de ganancias, aunque se dejen de prestar servicios o de producir ciertos bienes. Los ciudadanos, por su parte, deben imponerse sus propias cuotas de ahorro, pues ellos también son responsables de los resultados de la campaña y de que regresen o no los recurrentes apagones.
Hace unos pocos años, para conseguir una mayor eficiencia en el consumo de electricidad, Cuba lanzó una campaña bautizada como Revolución energética que, entre otros aspectos, incrementó las tarifas eléctricas en una proporción considerable para los que más consuman, propició gratuitamente (aunque solo por esa vez) la millonaria sustitución de bombillas incandescentes por las ahorradoras y alentó el cambio de equipos de alto consumo viejos refrigerados soviéticos y norteamericanos, aires acondicionados, televisores, motores para el bombeo de agua, etc.- por otros de fabricación china, más eficientes. Al mismo tiempo, fueron sustituidas en muchas partes del país las odiosas cocinas de keroseno por hornillas eléctricas e, incluso, una parte de los usuarios de gas butano dejaron de tener la opción de adquirirlo y debieron cambiar a la electricidad.
Con independencia de que la adquisición de todos esos equipos se hizo por créditos que muchísimas personas no pueden o tratan de no pagar (al punto de que los bancos han suspendido radicalmente los créditos a particulares), ahora una parte considerable del país requiere de la electricidad, además, para cocinar y utiliza sus cocinas en el horario de máximo consumo, o sea, a la caída de la noche… ¿Cómo se organizará la vida si vuelven los apagones? La gente tiembla y prefiere no pensar en ello…
Ya son varias las generaciones de cubanos que hemos vivido el fantasma y la realidad tórrida del apagón. Cierto es que el país, a lo largo de los últimos cincuenta años, ha introducido importantes beneficios sociales que llegan a toda la población. Pero las carencias en la alimentación, el transporte público y la vivienda, entre otros, han sido persistentes. Con ellas a cuestas, ahora enfrentamos la necesidad de ahorrar combustible para sobrevivir, y el apagón nos acecha otra vez, al doblar de la esquina, como si participara en el juego del escondite de mi remota y oscurecida infancia. (FIN/COPYRIGHT IPS)
(*) Leonardo Padura Fuentes, escritor y periodista cubano. Sus novelas han sido traducidas a una decena de idiomas y su más reciente obra, La neblina del ayer, ha ganado el Premio Hammett a la mejor novela policial en español del 2005.