Chiasso es una pequeña ciudad del Ticino suizo que fue bendecida por la fortuna: además de gozar de un clima maravilloso y una naturaleza espléndida de lagos y montañas, tiene la suerte histórica de ser parte de la Confederación Helvética y, por tanto, de poseer los atributos sociales y políticos suizos, pero al mismo tiempo, por su estrecha vecindad con Italia no solo habla el bello idioma de Dante sino que también su cultura gastronómica es típicamente italiana. Como suele decirse: mejor imposible.
Desde hace cuatro años esta ciudad celebra el Chiasso Letteraria, un modesto pero concurrido festival al que asisten escritores de diversas geografías, tendencias y géneros. El encuentro de este año, a fin de mayo, al que tuve la suerte de ser invitado, proponía a los participantes un enigmático y provocador tema para las discusiones en el foro: la nostalgia del futuro.
Meditar sobre la nostalgia del futuro precisamente en la ciudad encantada de Chiasso, donde todo funciona como un reloj suizo y las comidas huelen a aceite de oliva, albahaca y romero, revela de manera bastante evidente por dónde andan las preocupaciones de los hombres pensantes de hoy.
La nostalgia, por definición, se asocia a sustantivos como pérdida, tristeza, melancolía, lejanía y ausencia, y su proyección conceptual se dirige al pasado. La simple inversión temporal de una nostalgia orientada al futuro (y desprovista del prisma religioso que en diversas culturas propone un más allá venturoso para los elegidos) implica, pues, una redefinición poética del término pero, sobre todo, encierra una propuesta intelectual muy dramática: existe una nostalgia por un futuro que no ha llegado y que quizás no llegará, y esa melancólica certeza solo se puede entender desde la insatisfacción con un presente del cual se quiere escapar para asomarse a ese porvenir posible y mejor por el que, desde ya, se siente algo tan lacerante como la nostalgia.
Los modos de entender o de imaginar ese futuro deseado solo se pueden concebir si se mira con objetividad el presente insatisfactorio al cual hemos llegado por los errores (también podrían llamarse pecados) cometidos en el pasado: un mundo asediado por la pobreza, la desigualdad, la xenofobia, los fundamentalismos religiosos, políticos y económicos, las guerras, el terrorismo, las infinitas modalidades de la corrupción y la violencia, la devastación de la naturaleza y sus recursos, las marginaciones, censuras y dictaduras más variadas y, desde hace dos años, por una crisis económica que afecta los cinco continentes y los siete mares… Un mundo así no puede ser obra de la casualidad ni de una maldición divina.
Si en la década de 1990 el sistema capitalista pensó que había conseguido su gran victoria con la desaparición del peligro comunista en Europa, la superación de la guerra fría y la implantación desbocada de los modelos neoliberales, hoy es demasiado fácil percibir las proporciones del error de cálculo político que encerraba aquella victoria. Porque la desaparición de la bipolaridad política y económica, más que un triunfo del modelo capitalista, también se puede entender como un fracaso estrepitoso y lamentable de la utopía socialista, esa posible sociedad de los iguales soñada por el hombre durante siglos y que, cuando parecía factible en la realidad, se pervirtió por los caminos del estalinismo y otras modalidades afines, con sus represiones masivas, su profunda implantación del terror sistémico y el miedo, su ineficacia económica, sus afanes expansionistas y los múltiples crímenes y hasta genocidios cometidos en nombre de la fe marxista como el de los jemeres rojos que todavía hoy se juzga en Cambodia, donde se ha revelado cómo se mataba a los recién nacidos golpeándolos contra los árboles. Total, si no iban a sobrevivir ha dicho uno de los genocidas.
Que el siglo XXI se haya inaugurado con el derribo de las Torres Gemelas de Nueva York tampoco fue obra de la casualidad: era el resultado de aquellas lluvias acumuladas que derramaron los lodos que todavía hoy nos empantanan en un mundo en crisis y más empobrecido, con más miedo, cámaras de vigilancia, poderosas policías secretas y guerras de oscuros fines que no parecen tener fin; con un planeta que se revela por tantos maltratos sufridos y nos recuerda a los humanos que no somos los dueños de las llaves más poderosas del cielo y de la tierra.
¿Cómo podrá ser ese futuro por el que ya muchos sentimos una ansiosa nostalgia? ¿Cuándo acabará la crisis, cuándo se superaran los fundamentalismos y los terrorismos, cuándo se mirará con seriedad el tema del hambre, o las vilipendiadas y modestísimas metas del milenio, o la cabalgante devastación ecológica? ¿Aún tendremos tiempo de construir ese futuro mejor, con democracias reales y sin demagogias, de salvar nuestra propia vida en el planeta? Como no tengo respuestas, prefiero dejarles las preguntas y quizás haberles despertado esa nostalgia extraña por lo que no hemos logrado.
(FIN/COPYRIGHT IPS)
(*) Leonardo Padura Fuentes, escritor y periodista cubano. Sus novelas han sido traducidas a una decena de idiomas y su más reciente obra, La neblina del ayer, ha ganado el Premio Hammett a la mejor novela policial en español del 2005.