Quizás los cubanos seamos los ciudadanos del mundo a los que menos pavor nos produce la fatídica fórmula crisis económica que hoy recorre el mundo y que tanto ha lacerado a tanta gente en el planeta. Una prolongada sumergida en el mar de las carencias y las limitaciones más disímiles, convertida en descenso a los infiernos de la pobreza generalizada durante la postsoviética década de 1990 eufemísticamente bautizada como Período Especial en Tiempos de Paz-, nos han enseñado a convivir cotidiana y largamente con todo tipo de escaseces alimentos, electricidad, transporte, habitaciones, medicinas, ropas y un largo etcétera- y a salir vivos de ellas… aunque a veces muy maltrechos.
Fue en esa década de 1990, tiempo de apagones y de bicicletas como medio de transporte más recurrido, cuando en la isla del Caribe se patentizó el chiste que mejor resumía la condición de la vida diaria de los más de diez millones de habitantes normales del país: se decía que, al fin y al cabo, todos los problemas de los cubanos eran, en realidad, solo tres: el desayuno, el almuerzo y la comida. Todos los días.
En un país donde la venta de casas está prohibida por decretos y leyes, en el que la adquisición de automóviles modernos solo se puede realizar con infinitos y complejísimos permisos oficiales, donde el desempleo es voluntario pues los salarios estatales son insuficientes y mucha gente prefiere ganarse la vida por caminos alternativos (el invento se le llama), en el que las escasas posibilidades prácticas y económicas de hacer turismo fuera de la isla (y hasta dentro) borró hace mucho ese sueño de la mente de los ciudadanos, es evidente que los más dolorosos y resonantes efectos de la crisis actual apenas hayan tenido algún eco remoto. Es como si la isla tuviera la ventaja (es un decir) de haber caído en una galaxia diferente o independiente, a la que solo llega el polvo estelar de catastróficas explosiones cósmicas.
Cierto es que en estos tiempos de crisis global el gobierno cubano ha debido asumir y subvencionar el incremento exponencial del coste de los alimentos que se importan (algunas fuentes afirman que es el 70% del consumo interno), asimilar buena parte del aumento de los precios de los combustibles que se vivió el pasado año y mantener los planes de protección de los sectores más vulnerables de la sociedad. Pero también es palmario que en el rubro específico y cotidiano de la alimentación, la larga crisis que hemos atravesado y que incluso se agudizó a causa de desastres naturales (tres huracanes que asolaron la isla en el 2008), poco tiene que ver con lo que sucede en el resto del mundo y con su crisis. En realidad la escasez de los alimentos es, en gran medida, obra de la ya tradicional ineficiencia productiva local (especialmente en la agricultura) y uno de sus reflejos previsibles son los altísimos precios de los productos en los mercados libres agropecuarios o en las tiendas estatales que operan con divisas, sitios a los cuales deben remitirse casi todas las familias ante la imposibilidad de subsistir con los productos ofertados por la subsidiada y añeja cartilla de racionamiento.
Por tales razones, más que en reuniones del G-20, el G-7 o el grupo que sea, más que las posibles modificaciones del sistema económico y financiero capitalista y global que, eso dicen, parecen surgir de la crisis actual, la gente de la isla cifró sus esperanzas en los aires de cambios económicos y sociales (cambios conceptuales y estructurales) que anunció el gobierno hace dos años y que, al menos en sus efectos hacia la vida cotidiana, se han ralentizado casi hasta detenerse luego de que se tomaran dos o tres medidas muy supraestructurales y se introdujeran mejoras en sectores tan sensibles como el transporte.
Los recientes cambios gubernamentales, especialmente en el equipo económico heredado por el gobierno de Raúl Castro, y las primeras medidas de la administración Obama para la flexibilización de los viajes y envíos de remesas a la isla de los cubanos radicados en Estados Unidos (más la esperanza de que en las próximas semanas o meses, aún sin que se levante el embargo, lleguen nuevas medidas desde Washington), generan las expectativas en mucha gente de que quizás la crisis cubana se aliviará en algún momento. Pero, al mismo tiempo, la falta de señales domésticas respecto a esperadas aperturas económicas o a la comentada posibilidad de diversificar la propiedad y las formas de producción, hacen pensar que, por ahora, la estructura económica estatal y socialista seguirá siendo la preferenciada en el país y nada esencial cambiará en la isla.
Mientras, una generación de cubanos, nacidos a partir de 1980, han vivido casi toda su vida (o toda para los más jóvenes) asediados por las carencias. En esa generación, precisamente, es donde más han trabajado los efectos de una crisis interminable y es en la que hoy se perciben con más nitidez las pérdidas colaterales: la desangrante opción de irse al exilio, el incremento de la marginalidad y las actitudes violentas, la enajenación y la filiación a tribus urbanas de frikis, emos, rockeros y rastas… Porque si bien la crisis no nos provoca demasiado miedo, sí deja huellas, y algunas pueden ser indelebles.(FIN/COPYRIGHT IPS)
(*) Leonardo Padura Fuentes, escritor y periodista cubano. Sus novelas han sido traducidas a una decena de idiomas y su más reciente obra, La neblina del ayer, ha ganado el Premio Hammett a la mejor novela policial en español del 2005.