LA INTEGRACIÓN PANAMERICANA ES INVIABLE

El sentimiento de atracción y repulsión de los ciudadanos europeos por Estados Unidos es una constante establecida a lo largo de un extendido siglo. Desde que las antiguas modestas colonias británicas se convirtieron en potencia competidora de los imperios europeos, en pleno ejercicio del destino manifiesto, Estados Unidos, su cultura y su historia mal aprendida, es pieza indeleble del imaginario de ambos continentes, y del resto del mundo.

Aunque se resista reconocerlo, ciertos valores que resultan terriblemente vernáculos, son en realidad universales, o al menos dentro de una voluntad de reconocerlos como asequibles para el resto del planeta. De ahí, por ejemplo, la atracción irresistible de las películas del género de Hollywood por antonomasia: el “western”. Es la ilustración, invención y mitificación de la vida en el “lejano oeste” (“far west”).

Una feliz expresión del diplomático francés, latinoamericanista esforzado, Alan Rouquié, no ha logrado cuajar mas allá de un círculo limitado de intelectuales: "El extremo Occidente". Así se refería a América Latina en un libro clásico (1987). Aludía a que, en primer lugar, Latinoamérica era parte de Occidente, y que rebasaba los límites tradicionales, siguiendo al camino de Colón primero, y luego de Magallanes y Elcano, pero sin rigor en convertirse en “Oriente”.

Como casi todo en la historia intelectual, las más afortunadas etiquetas son francesas en origen, luego cooptadas y manipuladas por británicos y más tarde por estadounidenses. Es una invención lingüística francesa el nombre de Latinoamérica, por el que letrados galos consiguieron, con la colaboración de colegas colombianos, difuminar la huella de España y Portugal en América. El daño colateral fue que el nombre de América quedó monopolizado por Estados Unidos y al resto del continente (con la excepción del Caribe) se le llamó, no sin frecuente connotación despectiva “Latin America”.

Inexorablemente casi todo al sur de Cayo Hueso y Río Grande pasó a formar parte de una entidad no solamente diferente de Estados Unidos y Canadá, sino de Occidente. No ayudó en nada el hecho de que la España imperial (y en menor grado, Portugal) cayeran progresivamente en el absolutismo, la mala instalación del incipiente sistema democrático europeo, y más tarde generaran dos de las dictaduras más impresentables de Europa, la franquista y la salazarista (solamente superadas por Hitler y Mussolini, los modelos). Entre la Leyenda Negra, la mala prensa recibida por la Inquisición, la Contrarreforma, y la tozudez de los primeros Austrias hispánicos, España y Portugal quedaron progresivamente fuera de juego en lo que se llamó “civilización occidental”. De nada sirvió que el propio Franco se dejara llamar “Centinela de Occidente”, solamente por arrendar unas bases militares a Washington.

Nada tiene de extrañar, por lo tanto, que cuando el publicista (luego elevado a noble) Kenneth Clark se hiciera televisivamente famoso con una serie titulada precisamente “Civilization” (1969), marginara a todo el conglomerado hispánico. Cuando el escritor mexicano Carlos Fuentes le preguntó la razón, el flemático productor le contestó que la serie era sobre “contribuciones” a la civilización”, no sobre “intolerancia”. La indignación recorrió América Latina, y la estupefacción se apoderó de los observadores alertas en el resto del planeta que no entendían porqué quedaban fuera Cervantes y los pintores clásicos, los músicos contemporáneos, y la obra de Dalí y Gaudí. El escritor venezolano Arturo Uslar Pietri, un atildado político de elevada cultura y fina pluma, registró su disgusto en un ensayo titulado Los expulsados de la civilización (1973).

Ya se había difundido otra etiqueta de origen francés, el “tercer mundo”, con el claro antecedente del Tiers État de la Francia revolucionaria. Propuesta por el economista francés Alfred Sauvy, en la revista L’Observateur (1951) simplemente para ilustrar una estructura económica diferente del mundo desarrollado y del centralismo soviético, la losa del “tercer mundo” descendía sobre todo el continente americano que no se expresaba en inglés. Lo sorprendente fue que el término fue incorporado como tarjeta de visita por intelectuales y políticos escorados hacia la izquierda, que desarrollaron la escuela de la “dependencia”.

El peculiar “telón de caña” fue por fin consolidado por el ahora fallecido Samuel Huntington, quien en 1993 había embelesado a los lectores de Foreign Affairs con un ensayo que luego en 1996 amplió como libro, El choque de civilizaciones. No tuvo bastante con reducir al planeta en ocho civilizaciones, sino que le endosó a América Latina una separada, naturalmente diferente de la occidental. Nada extraño, por lo tanto, que cuando se encaró (en otro libro titulado Quiénes somos, 2004), con la preocupante evolución de la sociedad estadounidense, se aferrara a las raíces angloamericanas y protestantes, para decretar que los inmigrantes hispanos eran ajenos a Estados Unidos, ente eterno e inamovible. Ahora se entiende porqué el Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA) fracasó, mientras el Area de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA) se tambalea: la integración regional entre miembros de distintas civilizaciones es inviable (FIN/COPYRIGHT IPS)

(*) Joaquín Roy es Catedrático ‘Jean Monnet’ y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami (jroy@Miami.edu).

Archivado en:

Compartir

Facebook
Twitter
LinkedIn

Este informe incluye imágenes de calidad que pueden ser bajadas e impresas. Copyright IPS, estas imágenes sólo pueden ser impresas junto con este informe