LIBROS: Portugal, la primera aldea global

Los portugueses llevaron a Holanda los tulipanes, el chocolate, los diamantes y la cartografía, así como cargamentos de esclavos a América. También introdujeron en India la enseñaza universitaria, el curry y las empanadas, y en Japón las armas de fuego, las fortalezas de piedra y métodos de cocina.

Cuando la infanta Doña Catarina de Braganza desposó al rey inglés Carlos II en 1662, ella y su séquito de 200 personas introdujeron en la corte de Londres el hábito del té a las cinco de la tarde. Su dote incluía la conquistada ciudad india de Bombay (Mumbai), que abrió las puertas al Imperio Británico en Asia.

Los lusitanos convencieron a China de comerciar con sus vecinos usando sus galeones y carabelas. De India llevaron el mango y el frijol negro a Brasil, cultivos que desde allí se expandieron por toda América.

Plantaron la naranja traída de Asia en la región meridional portuguesa de Algarbe y la comercializaron por todo el sur de Europa. En árabe, el nombre de este cítrico es "bortugalía", mientras en griego, turco y dialectos del sur de Italia "portugalia".

Son algunos de los ejemplos ofrecidos por el escritor y periodista británico Martin Page (1938-2005) en las 312 páginas de su libro "La primera aldea global: cómo Portugal mudó al mundo", editado en inglés el año de su muerte y cuya versión en portugués acaba de entrar en los circuitos de distribución, con gran éxito de la crítica y ventas.
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Page sostiene que fue en Portugal "donde se inició el proceso conocido por globalización", seis siglos antes del convencional año de 1991, que marca la implosión de la Unión Soviética y la desarticulación del bloque de países europeos gobernados por partidos comunistas.

La globalización es definida por académicos de varias lenguas, entre ellas la española, como "tendencia de los mercados y de las empresas a extenderse, alcanzando una dimensión mundial que sobrepasa las fronteras nacionales", desde la última década del siglo pasado.

El fallecido escritor y periodista de The Guardian y de The Sunday Times, rechaza de plano la idea de que hace menos de dos décadas "comenzó una nueva etapa histórica: la globalización", y asegura que, en rigor, se inició seis siglos antes.

El autor toma como punto de partida 1279, cuando el rey portugués Don Dinis ordenó reclutar en Génova constructores navales y 30 capitanes de marina, en una jamás antes vista "transferencia de tecnología y de competencias del Mediterráneo al Atlántico que iría a transformar el mundo".

Este largo y complicado proceso de casi un siglo de génesis de la expansión hacia "mares nunca antes navegados" llega a su punto clave con la llegada del almirante Lançarote da França a las Islas Desiertas, frente a la costa atlántica de Marruecos.

Los planes de los portugueses se comienzan a cristalizar en 1415, con la conquista de Ceuta "una importante ciudad de comercio musulmán, situada al sur del estrecho de Gibraltar", señala Page.

Para el príncipe Henrique "El Navegante", al mando de una escuadra de 240 navíos que trasportaban 19.000 soldados y 1.700 marineros, la conquista de Ceuta fue fácil y su botín apetecible: "más de 20.000 mercaderes allí comerciaban especierías, tapetes orientales, telas, piedras preciosas de Japón y oro del sur del Sahara", relata.

La empresa fue totalmente financiada por la Orden de Cristo, heredera de la orden militar cristiana de los Templarios, "con el objetivo de su propio enriquecimiento", indica el autor, que a renglón seguido apunta que la flota, "ni en las velas ni en los mástiles, lucía la bandera portuguesa, sino la cruz de los Templarios".

Fue el inicio de una expansión que, menos de un siglo después, en Asia, se traducía en enclaves, puestos comerciales o colonias en Ormuz, Goa, Bombay, Calicut, Cochin, Ceilán (actual Sri Lanka), Malaca, Macao, islas Molucas, Timor y Nagasaki, ciudad fundada por los portugueses, único caso en toda la historia de Japón, añade.

Con sus poderosos galeones, verdaderas fortalezas flotantes disuasivas de la época, Portugal no sólo dominaba el comercio entre Europa y Asia, sino que también dictaba las reglas del intercambio entre las diferentes regiones de ese continente, tales como India, Indonesia, China, Malasia y Japón.

Con su inmenso poderío naval, Portugal se instaló en África, Asia y en la parte de América del Sur que hoy es Brasil, "de Biblia y espada en mano, ejerciendo el poder en nombre de Cristo y del comercio", convirtiendo a la Lisboa del Siglo XVI en "la capital mundial de la riqueza y abundancia", afirma Page.

En otro pasaje del libro, el escritor sostiene que los portugueses, a diferencia de ingleses, franceses y holandeses, "crearon un estilo radicalmente diferente en el trato con los jefes tribales africanos", los que involucraban en sus negocios, hasta el del tráfico de esclavos.

El autor se detiene también en la fundación de São Jorge da Mina, la actual Accra, capital de Ghana, que "con el tiempo, pasó a ser un municipio portugués, la primera ciudad europea fuera de Europa". Así, Portugal pudo apoderarse de los ricos yacimientos de oro de ghaneses sin los onerosos gastos de guerra.

Fundamentalmente mercantil, el imperio portugués hizo uso de las armas cuando no lograba ser aceptado para integrarse en las sociedades locales, en especial mediante el mestizaje, una forma de "lusitanizar" sus dominios.

De escasa población, que en los siglos XVI y XVII se calculaba entre 1,2 y 1,6 millones de habitantes, la seguridad de Portugal dependía de su capacidad para negociar acuerdos en África y Asia, ofreciendo el apoyo de su poderosa flota a reyes, mandarines, shogunes o majarás en guerra con sus vecinos.

El autor sostiene que esa fue la fórmula de establecer puestos comerciales en lugares que no estaban bajo su dominio, tales como Birmania, Sumatra, Bengala, Borneo y Coromandel, en la costa oriental de India.

Entre los varios ejemplos del "inicio de la globalización" a cargo de los portugueses en Asia, menciona las primeras fábricas de armas de fuego en Japón, donde además, "llevaron las sedas de China, las especiarías de India, el pan europeo, los sistemas de cocinar pescado" como la "tempura", hasta hoy uno de los platos favoritos de los japoneses.

Page reivindica que los portugueses en Japón "mostraron cómo se construye en piedra" y dieron origen a palabras, como "origato" (gracias), derivada del portugués "obrigado".

A inicios del siglo XVI, los mandarines chinos y el shogun japonés permitieron a los portugueses llevar adelante un fluido y hasta entonces inédito comercio entre esos países, desde sus respectivos puertos de abrigo de Macao y Nagasaki, revela el autor.

"En Goa (India), donde los portugueses permanecerían hasta 1961, Afonso de Albuquerque (virrey del Imperio de Oriente, 1453-1515) creó la primera ciudad europea en Asia", reconstruida en 1510 en un estilo arquitectónico que pasó a llamarse "indo-lusitano", que precedió a Nagasaki, fundada en 1541.

En los aspectos étnicos, el escritor señala que "tanto en Goa como en Macao, los casamientos mixtos entre portugueses y personas de otras razas eran una norma", igual que en Timor y en Malasia, donde hasta nuestros días, existe una pequeña comunidad que habla portugués en el Estrecho de Malaca.

La "globalización de los alimentos" tiene una gran importancia para el autor, que en varios pasajes del libro hace referencia a la gran cantidad de frutas y legumbres de Europa y de Brasil introducidos en Asia, y viceversa.

Es universalmente sabido que Lisboa fue responsable por el mayor tráfico de esclavos registrado en toda la historia, pero pocos saben que, "en 1773, la esclavitud fue declarada ilegal en Portugal y los esclavos fueron liberados, lo que ocurrió un año antes que en Inglaterra y 39 años antes que en Estados Unidos", añade.

En las páginas finales, el escritor explica que recurrió a varias fuentes, portuguesas y de otros países. "Al socorrerme de varios relatos, sobretodo ingleses, repetidamente noté que es necesario tener mucho cuidado", porque a veces "no corresponden a la realidad", señala.

En varios pasajes de su obra, Pege destaca el relacionamiento de los portugueses con otras culturas, a diferencia de ingleses, franceses y españoles, que en general mantenían una mayor distancia.

Su conclusión ¡es que la identidad nacional de los portugueses "siempre incluyó el sentimiento de que, pese a ser europeos, su lugar en el mundo era otro".

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