Ninguna explicación sobre el ciclo de penurias financieras que hoy afligen a la economía mundial sería completa sin mencionar el apoyo de las grandes empresas a los políticos de Estados Unidos, el nivel de salarios y la transferencia del riesgo a los inversores.
Sin duda, no hay escasez de culpables a quienes adjudicar la responsabilidad.
Las instituciones financieras han sido temerarias, las consultoras de calificación de riesgo, irresponsables, los entes reguladores, impotentes, y las autoridades monetarias, desafortunadas.
Confiados tomadores de hipotecas estadounidenses recibieron préstamos riesgosos. Las financieras luego colocaron en el mercado títulos respaldados por esas hipotecas, muchas de las cuales parecían predestinadas a caer en mora. Los inversores institucionales apostaron fortunas en esos títulos.
Las calificadoras de riesgo crediticio bendijeron a esos papeles con sus ratings más altos, a pesar de las evidencias sobre su escasa confiabilidad.
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Esa credulidad, en medio de una burbuja inmobiliaria especulativa que llevó los precios de las propiedades a las nubes, resulta incomprensible. Un fenómeno similar de continua sobrevaluación de activos precedió a la crisis financiera asiática de 1997 y al colapso de las "puntocom" (negocios en Internet) unos años más tarde.
A contramano de la imagen de seriedad y buen juicio que al sector financiero le agrada cultivar, pocos actores tuvieron incentivos para ejercitar la prudencia. Los ingresos de la fuerza de ventas del sector están ligados al volumen, no la calidad, de los negocios que generan.
Un banquero de inversión de Nueva York, con una experiencia de entre 10 y 15 años, gana alrededor de 2,1 millones de dólares anuales, según el columnista Robert Samuelson del diario The Washington Post.
De ese total, alrededor de 1,2 millones provienen de premios en efectivo por la venta de acciones o bonos y la concreción de adquisiciones y fusiones empresarias, agregó.
Asimismo, casi dos tercios de los 1,5 millones de dólares que gana un vendedor de bonos con una experiencia similar también se originan en premios en efectivo, que llegan a representar 80 por ciento de los ingresos de alrededor de 1,8 millones de dólares anuales de un gerente de un fondo de cobertura (hedge fund).
Las pronunciadas subas y bajas de los mercados son con frecuencia atribuidas al "instinto de manada" de los operadores, que compran o se desprenden en masa de un bono o acción determinada.
Pero, según Samuelson, "la práctica de otorgar compensaciones basadas sobre las ganancias anuales complican el panorama".
Los ejecutivos de alto nivel, asimismo, son incentivados para maximizar las ganancias del trimestre, o en algunos casos anuales.
Si una compañía supera las previsiones de los analistas, ya sea en términos de ventas, ingresos o ganancias, sus acciones suben y los directivos reciben bonos como recompensa, que pueden conservar aunque luego se registren pérdidas.
El banco estadounidense Merrill Lynch otorgó a Stanley O'Neal 161,5 millones de dólares, más de tres veces su ingreso del año anterior, incluso aunque lo despidió de su puesto de presidente en octubre.
Para entonces, las pérdidas con títulos respaldados por hipotecas de riesgo ya sumaban unos 8.000 millones de dólares.
Los tenedores de acciones de Merrill Lynch deberán soportar las pérdidas, ya que las transformaciones en el sistema financiero de los últimos años han transferido el riesgo a los inversores.
Las compañías más importantes solían ser de propiedad familiar o sociedades anónimas, pero ahora cotizan en bolsa y cualquiera puede comprar acciones, lo que libra a los socios mayoritarios y directivos del riesgo a futuro. Pero el sistema de compensaciones y premios les continúa asegurando ingresos derivados de las ganancias.
"Para llenar sus bolsillos, gustosamente exponen a sus accionistas a riesgos que jamás hubieran asumido con su propio capital", señaló Peter Schiff, presidente de Euro Pacific Capital, una compañía estadounidense de asesoramiento en inversiones.
Los entes reguladores, y las áreas de gobierno que les imparten sus directivas y fondos presupuestarios, han demostrado claramente que no pueden rivalizar con las artimañas del sector financiero.
Aunque estuvo bajo estrecha vigilancia luego del colapso de las "puntocom", esa atención se desvaneció tras los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington.
Las reglas se hicieron más estrictas nuevamente en 2002, a causa de los escándalos por contabilidad fraudulenta, pero esas reformas se centraron en aspectos que no estuvieron en juego en la génesis de la crisis actual.
Sin embargo, los reguladores y los políticos a quienes responden parecen haber sido cómplices en los excesos.
La Ley de Bancos de 1933 fue sancionada para evitar una repetición de la Gran Depresión de 1929. Prohibió que los bancos también actuaran como agentes de inversión bursátil, ya que se consideró que el colapso de la Bolsa de Nueva York se debió a un conflicto de intereses entre esas dos áreas de negocios en una misma institución.
El Congreso legislativo de Estados Unidos la dejó sin efecto en 1999, recompensando a las compañías financieras por los más de 300 millones de dólares que invirtieron en hacer "lobby" durante más de dos décadas.
Sus esfuerzos fueron vistos con mayor simpatía luego de 1987, cuando un ex director del banco de inversión J.P. Morgan, Alan Greenspan, se convirtió en presidente de la Reserva Federal (banco central) de Estados Unidos. Consideró que la ley se había convertido en una reliquia que atentaba contra la competitividad de los bancos.
El empujón final se produjo en 1997-1998, cuando las compañías financieras, aseguradoras e inmobiliarias invirtieron en "lobby" otros 200 millones de dólares y contribuyeron 150 millones adicionales a los fondos de campaña de diversos legisladores, muchos de ellos miembros de las comisiones de Finanzas de ambas cámaras del Congreso legislativo.
El entonces secretario del Tesoro, Robert Rubin, otorgó la luz verde del gobierno del ex presidente Bill Clinton (1993-2001) para derogar la Ley de Bancos de 1933.
Pocos días después Rubin anunció que dejaba la función pública para volver a la actividad privada, para trabajar en Citigroup, el mayor banco del mundo, junto a Sanford Weill, quien había lanzado la ofensiva final contra la ley "anacrónica".