A las 09:30 en punto, las campanas de todas las iglesias de Portugal replicaron con inusitado vigor este martes, Día de Todos los Santos, una de las fechas más importantes para quienes profesan la fe católica.
Pero no fue la efeméride religiosa la que determinó la disposición del patriarca de Lisboa, cardenal José da Cruz Policarpo. Cuando las agujas del reloj marcaron la hora señalada este 1 de noviembre, habían pasado 250 años exactos desde el peor terremoto-maremoto que registran las crónicas de Europa, cuya repetición ningún científico se anima a descartar.
En pocas horas, la ciudad fundada por los fenicios 2.000 años antes, había prácticamente desaparecido entre escombros del terremoto y la lama arrastrada por el tsunami que se formó al inicio de la tarde de ese día trágico en la desembocadura del río Tajo, en cuya ribera se levanta la urbe que entre los siglos XV y XVII llegó a ser una de las capitales más ricas de Europa.
La tragedia parecía marcar el fin trágico de un largo período de tres siglos de dominio de las rutas marítimas que controlaban el comercio de las sedas y especierías asiáticas, el tráfico de esclavos entre África y América, así como de productos novedosos, como el café, la caña de azúcar, el cacao y maderas exóticas de Brasil.
Numerosas interpretaciones de la segunda mitad del siglo XVIII aseveran que se trató de "un castigo divino" sobre los 250.000 habitantes de entonces de Lisboa, donde tres elementos, tierra, agua y fuego se reunieron para destruirla y alterar profundamente las percepciones que existían sobre el mundo.
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Bastaron nueve minutos, divididos en tres terremotos de gran intensidad, para que se desmoronasen por igual las casas modestas como los lujosos palacios, las amplias mansiones, imponentes catedrales, iglesias y monasterios de la opulenta metrópoli del primer imperio colonial que dio la vuelta al mundo, sede de uno de los cinco patriarcados del planeta.
La tragedia parecía el "golpe de gracia" en el ocaso de la fastuosidad comercial lusitana, que desde comienzos del siglo XVIII estaba siendo progresivamente sustituida por ingleses, franceses, holandeses y españoles..
El cardenal Policarpo en los restos del Convento do Carmo, dejado en ruinas como testimonio del cataclismo, los obispos en las catedrales de las sedes episcopales y los sacerdotes hasta de la más modesta de las iglesias portuguesas iniciaron las misas este martes exactamente 250 años después de cuando se produjo el primer estruendo telúrico, a las 09:30 hora local (la misma hora GMT), en recuerdo de las víctimas que se cuentan entre 10.000 y 15.000.
Las crónicas de los archivos reales apuntan que el Día de Todos los Santos del año del Señor de 1755 amaneció límpido y ameno, sin una sola nube en el cielo, con una agradable temperatura de 18 grados. Pero poco pasadas las 09:30 horas, "un enorme rugido surge de las propias entrañas de la tierra".
Durante nueve interminables minutos, divididos en tres réplicas, Lisboa se estremeció con violencia, los edificios se desmoronaron con gran estruendo. De las 20.000 casas existentes en la ciudad, sólo 3.000 podían todavía servir como habitación. Treinta palacios, 65 conventos y seis hospitales quedaron reducidos a escombros.
Una hora y media después, cuando los lisboetas empezaban a escarbar en los escombros en busca de seres queridos, las aguas del Tajo comienzan a recogerse, así como las del océano Atlántico en la costa al sur de Lisboa, para luego regresar en una ola gigantesca, que el capitán de un navío inglés fondeado en la bahía calculó de más de seis metros, para entrar en la ciudad y arrasar con todo lo que encuentra a su paso.
Al recogerse las aguas, comenzaron los incendios en las casas de madera, las únicas que habían logrado mantenerse en pie, extendiéndose por toda la ciudad para acabar con lo poco que el tsunami y los tres terremotos consecutivos no habían logrado destruir. Lisboa se convirtió en una inmensa fogata que ardió durante cinco días.
Hasta el inicio de su reconstrucción en 1758, la capital portuguesa no fue otra cosa que un laberinto de cavernas construidas por los habitantes que no abandonaron la ciudad, mientras otros sobrevivían en improvisadas carpas blancas hechas con restos de velas de navíos.
La tragedia tuvo tal impacto en el resto de Europa, que el francés François Marie Arouet, Voltaire, varias veces citó el terremoto de Lisboa para rechazar la corriente optimista dominante en buena parte de los pensadores del continente, que sostenían que se vivía "en el mejor de los mundos posibles".
Voltaire escribió también un "Poema sobre el desastre de Lisboa", donde afirma que "el mal existe en la naturaleza y que la ciudad portuguesa no tenía culpas que expiar mayores de las de las demás capitales". En la polémica sobre el terremoto, también participaron su compatriota Jean-Jacques Rousseau y el alemán Emmanuel Kant, quien escribió tres ensayos sobre la tragedia.
En nuestros días, el catedrático de filosofía Viriato Soromenho-Marques sostiene que "después de décadas de hegemonía, la mentalidad europea dominada por la atmósfera barroca de optimismo, se esfumó como por arte de magia debido al terremoto de 1755".
Menos pacífica fue la reacción a la opinión de los jesuitas, orden especialmente odiada por el Sebastião José de Carvalho e Melo, marqués de Pombal y primer ministro que en 1761 envió al cadalso al sacerdote italiano Gabriele Malagrida, el miembro de esa orden católica en Portugal quien reiteró públicamente que la destrucción de Lisboa había sido "un justo castigo de Dios contra la ciudad pecadora".
En 1758, se comenzó a erigir la nueva Lisboa, que ante la extrema debilidad de carácter del rey Don José I, fue concebida y dirigida por el omnipotente marqués de Pombal, quien marcó la historia de Portugal en la segunda mitad de ese siglo.
El marqués de Pombal decidió construir una urbe bajo un nuevo concepto, más bien basado en las que había vivido, como Londres y Viena, invitando al arquitecto húngaro Karoly Mardel, cuya obra, el imponente acueducto de Lisboa, había sido una de las escasas construcciones que sobrevivieron intactas al terremoto.
En la colosal tarea participaron también Manuel da Maia y Eugenio dos Santos, los dos más destacados arquitectos militares de ese período. La orden del marqués fue una y terminante: reconstruir la ciudad de acuerdo a criterios de modernidad y eficiencia.
Pasados dos siglos y medio, todos los expertos coinciden en que, si no hubiese ocurrido el terremoto, Lisboa sería una ciudad insoportable para vivir, una urbe medieval donde ya en esa época era difícil circular y que era víctima de incendios sucesivos.
El periodista Appio Sottomayor, autor de un extenso estudio sobre el tema, comentó que, "si no fuese por los varios desastres naturales de que fue víctima, la capital portuguesa podría ser hoy una muestra de legados diversos, desde los fenicios y cartagineses a los cristianos, pasando por romanos, visigodos y musulmanes".
Usando métodos de simulación y con el concurso de ingenieros especializados en mecánica de suelos y en resistencia de materiales, en la actualidad se ha llegado a estimar que el sismo alcanzó una magnitud de entre 8,9 y 9,5 en la escala de Richter, una de las tragedias sísmicas de mayor dimensión en registradas en todo el mundo.
El epicentro del sismo, debería haberse situado en el mar, entre 200 y 250 kilómetros al sudoeste del cabo de São Vicente, la punta más meridional del occidente de Portugal. Sin embargo, aún no existe un acuerdo entre los científicos sobre su ubicación precisa.
El investigador Antonio Ribeiro ha dedicado gran parte de sus esfuerzos para determinar el motivo del terremoto, mostrándose partidario de que la explicación se encontraría en el inicio en 1755, del proceso en que la placa oceánica comenzó a entrar por debajo de la placa continental.
Existe una crecida polémica entre los científicos sobre las predicciones de una nueva catástrofe de grandes dimensiones, vaticinios basados en que fallas del valle inferior del Tajo producen grandes terremotos con poco más de dos siglos de intervalo, citándose los terremotos de 1309, 1531 y 1775.
Ante la falta de certezas científicas, nadie confirma la inminencia de un nuevo desastre geológico, pero tampoco nadie la desmiente categóricamente.
Los más de 300.000 muertos en el tsunami asiático de diciembre de 2004 y el terremoto de Pakistán en octubre de este año demuestran la imposibilidad de la predicción científica de los sismos y maremotos.
Esas recientes tragedias, de acuerdo a Soromenho-Marques, "ahí están, con su conmovedor testimonio, mostrándonos que la naturaleza continúa dando las cartas, en un juego cuyas reglas, a pesar de nuestra insoportable arrogancia, nos siguen siendo desconocidas en lo esencial".