Una vez por año, cientos de uruguayos de origen predominantemente europeo se pintan las caras de negro y salen por las calles a tocar tambores junto a sus vecinos de ancestros africanos.
La multitud aclama a los bailarines, muchachas y gays en rutilantes disfraces, que se mueven al son del candombe, una síntesis de los ritmos traídos por los esclavos africanos a este país sudamericano.
La integración socio-cultural está en el corazón de las "llamadas", el acto más importante del Carnaval montevideano para los afro-uruguayos. Pero lo que impulsa cada año a unas 40.000 personas a disfrutar de un desfile que dura toda la noche es, sobre todo, la diversión.
El Carnaval de Montevideo, capital de este país de 3,2 millones de habitantes, tiene raíces históricas muy definidas y dura más de un mes, con lo cual se constituye en uno de los más largos del mundo.
El primer viernes de cada febrero, las calles de los barrios Sur y Palermo (vecindarios tradicionalmente habitados por población negra) tiemblan con el "borocotó", el sonar de tres tipos de tambores, piano, chico y repique, ejecutados por los tamborileros.
Músicos y bailarines efectúan un recorrido callejero predeterminado entre espectadores que acompañan sonando palmas, muchos sentados en sillas y gradas instaladas para tal fin, muchos de pie más atrás, apretujados para no perderse el espectáculo.
Otros (especialmente turistas) pagan precios elevados por alquilar balcones y terrazas a lo largo de la calle, un servicio que ocasionalmente incluye una cena de "asado", la carne vacuna cocida a las brasas que es el platillo nacional.
Una pintada sobre un muro protesta contra estas nuevas comodidades y reclama el retorno de las "auténticas llamadas", en las que el público tenía más espacio para observar sin pagar. Los asientos en las gradas cuestan entre 50 y 125 pesos (de dos a cinco dólares).
El desfile de llamadas sigue un modelo estricto. Los 36 grupos (las comparsas), que compitieron este año tenían hasta 150 integrantes cada uno, y la mayoría surgieron de un vecindario específico y hasta de alguna ciudad del resto del país. Los nombres —Lumumba, Mi Morena, Biafra, Candombe Aduana— se anuncian en primer lugar con grandes pasacalles.
Al igual que todos los personajes de la comparsa, los portabanderas son parte obligada. Llevan banderas de varios metros de largo y gran peso. Hombres y algunas pocas mujeres recorren con esfuerzo el trayecto deslizando a gran velocidad las telas de brillantes colores sobre las cabezas de los espectadores, una ceremonia que puede dar a los no iniciados la impresión de que serán decapitados.
Algunos, como los portabanderas de la comparsa "C1080" (por Cuareim 1080, la dirección de un emblemático conventillo negro), hacen malabarismos audaces, mientras uno en silla de ruedas, del grupo "Los Chin Chin", ondea la suya en color anaranjado, negro y rojo, con tanta pasión como los que pueden caminar.
Luego vienen las figuras de estrellas y lunas, representando las tradiciones animistas africanas y la veneración a la naturaleza. Mientras, el "escobillero" danza y maneja con maestría su escoba.
En tiempos del régimen colonial español, los amos solían ceder sus viejas vestimentas a sus esclavos, que éstos usaban luego en ocasiones especiales. Esa costumbre adquirió más tarde un carácter paródico, especialmente subrayado en el Carnaval. La corpulenta "mama vieja" aún luce en el desfile un amplio vestido con miriñaque y tocado de aquellos tiempos y una sombrilla.
Pese a su gran tamaño, la mama vieja baila con entusiasmo junto a su pareja, el "gramillero". Ataviado con galera y levita, anteojos y un falso bastón, y siempre con las rodillas flexionadas, éste lleva a cabo una danza impresionante.
Hasta los más jóvenes forman parte de la comparsa: niños pequeños tocando tambores y jovencitas que imitan a las bailarinas adultas. En hileras, mujeres en poca y colorida ropa mueven sus cuerpos a gran velocidad sin perder la cadencia ni el ritmo.
Las principales danzarinas son las vedettes, que realizan su número delante mismo del grupo de tamborileros y lucen tocados de plumas y pedrerías de hasta un metro de altura. Son los únicos personajes no originales de la comparsa, aparecidos en los años 50.
La columna vertebral del conjunto es la "cuerda" de tambores, filas de hasta setenta tamborileros que se desplazan lentamente mientras tocan. El sudor corre por sus caras acreditando el esfuerzo. Sus dedos baten directamente sobre los parches de cuero y, tras varias horas de ejecución, suelen sangrar, manchando las lonjas.
Formar parte de la cuerda es un orgullo para muchos, y hasta un acto de esnobismo para otros. Este año, la designada futura ministra de Salud María Julia Muñoz maltrató sus manos como tamborilera de la comparsa "Al Toque Cardal".
Aproximadamente 20.000 esclavos registrados fueron traídos a lo que más tarde sería Uruguay desde 1750, pero muchos más eran contrabandeados a través de las fronteras inclusive antes de esa fecha. La mayoría eran bantúes de África occidental.
Muy pocas de sus costumbres sobrevivieron la opresión de la cultura dominante. Con el paso del tiempo, el candombe se convirtió en una forma de sostener las tradiciones y canalizar valores y herencia cultural de los negros uruguayos.
La formación de las comparsas y su incorporación a la celebración "blanca" del Carnaval fueron procesos separados por muchos años. El primer testimonio escrito de "lubolos" —blancos que se pintaban el rostro de negro— incorporados a las comparsas data de 1872.
La esclavitud fue abolida en Uruguay a mediados del siglo XIX.
Muchos conjuntos llevan nombres de naciones africanas, como Senegal, Camerún o Ruanda. La vestimenta original de los primeros lubolos aún es usada por los tamborileros: zapatillas de lona atadas con cintas blancas a la pantorrilla, medias negras, bombachines, largos chalecos y sombreros de paja de ala ancha.
Las llamadas se llevaban a cabo en cada lugar en días feriados y luego en diversas festividades durante el año. En 1956, negros y lubolos obtuvieron su propio y oficial desfile de llamadas durante el Carnaval.
En este país que casi no tiene población indígena y con una fuerte integración de sus habitantes de origen africano (aproximadamente seis por ciento del total), el prejuicio racial que subsiste puede ser muy sutil.
Sin embargo, Romero Rodríguez, de la organización Mundo Afro, afirma que el racismo se refleja claramente en la brecha de 20 por ciento entre los ingresos de las familias blancas y negras, la desproporcionada presencia de pieles oscuras en prisiones y tugurios y en la ausencia de afro-uruguayos en los negocios, la política, el gobierno y otros ámbitos de poder, incluidos los sindicatos y las organizaciones no gubernamentales.
A mediados de este mes, cuando se renueve la legislatura y asuma el gobierno el izquierdista Frente Amplio, Edgardo Ortuño se convertirá en el primer legislador afro-uruguayo en completar un período parlamentario.
En palabras de Rodríguez, Ortuño puso "algo de color en el parlamento" por primera vez en la historia uruguaya.