AGRICULTURA-ARGENTINA: Soja depredadora

Los altos precios internacionales de la soja expandieron ese cultivo en Argentina más allá de los límites agrícolas tradicionales del centro y este del país, para avanzar hacia el más árido noroccidente, desplazando a su paso pequeñas unidades de producción, áreas protegidas y hasta campesinos.

La producción de soja en Argentina pasó entre 1996 y 2004 de 11 millones de toneladas a 36,5 millones, 95 por ciento de las cuales son destinadas a la exportación. Ese volumen implica que la leguminosa ocupa hoy la mitad de la superficie sembrada del país, incluyendo antes que nada la llanura pampeana de mejor rendimiento, donde 50 hectáreas alcanzan para obtener resultados.

Pero a medida que el boom sojero se propagó hacia las provincias noroccidentales, que integran una región pobre y alejada de los grandes puertos, el negocio para ser redituable exigió unidades mayores de 1.000 o 2.000 hectáreas, para cuya labor apenas se requieren entre dos y cinco personas, respectivamente.

Así lo explicó a IPS el sociólogo rural Chris Van Damme, profesor de Política Ambiental y Desarrollo Sostenible de la Universidad Nacional de Salta, ubicada en la provincia del mismo nombre, que junto a Catamarca, Jujuy, Santiago del Estero y Tucumán conforman esa vasta zona abarcadora de 12 por ciento de los casi 2,8 millones de kilómetros cuadrados del país.

Datos del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria indican que en esta región lindante con Bolivia existen 1,9 millones de hectáreas sembradas de poroto, maíz, sorgo, algodón, maní y soja, pero las plantaciones de esta a última cubren casi 80 por ciento de esa superficie.

Empero en esa misma región, donde viven cuatro millones de los 37 millones de argentinos, la indigencia se multiplicó en forma alarmante paralelo al auge de la soja. Entre 1998 y 2002, la pobreza extrema aumentó de ocho a 29 por ciento de la población en Catamarca, de 20 a 36 por ciento en Jujuy, de 12 a 43 en Salta, de 15 a 32 en Santiago y de 9 a 34 por ciento en Tucumán.

Los datos corresponden al Sistema de Información, Monitoreo y Evaluación de Programas Sociales del gobierno nacional, que recoge estadísticas por provincia. El mismo informe sostiene que el desempleo supera el 20 por ciento de la población económicamente activa en algunas de las ciudades noroccidentales y lo mismo ocurre con la llamada subocupación.

Tampoco los que tienen trabajo están en el mejor de los mundos. Entre 41 y 53 por ciento de los empleados en las cinco provincias se desempeñan en el sector informal, y entre 46 y 56 por ciento de los trabajadores son considerados "precarios” porque carecen de beneficios sociales y jubilatorios.

Van Damme señaló que en la década pasada, a medida que se expandía la soja, la cantidad de trabajadores rurales de Argentina descendía de un millón a sólo la mitad en ese lapso, y lo mismo ocurrió con miles de pequeños propietarios de tierras forzados a vender sus unidades de trabajo para pasar a engrosar las filas de desocupados o empleados precarios.

"De 2,5 días de trabajo por hectárea por año que se necesitaban en 1990 se pasó a 0,5" en 2003, calculó el académico, autor de la tesis titulada "Ocupación, degradación ambiental, cambio tecnológico y desarrollo sostenible. Los efectos de la introducción de la soja en Salta”.

En Lajitas, una localidad salteña ubicada en plena zona sojera, la cantidad de productores de pequeñas unidades pasó de 250 a 90, observó. Además, la reserva protegida de bosques situada en el departamento de Anta, en la misma provincia, se dividió este año en lotes de 2.000 hectáreas para su incorporación al área de producción del hoy cultivo estrella del país.

Dentro de la reserva se levanta un poblado de 3.000 habitantes llamado Pizarro. Allí, Beatriz Ponce tiene un almacén. "A mi no me conviene la soja porque no crea empleo y me voy a quedar sin clientes”, se quejó ante IPS, con las topadoras de los nuevos productores ya a las puertas del caserío, listas para deforestar.

Ponce recuerda que sus padres llegaron a Pizarro en 1936 para trabajar en los obrajes cuando se construía el ferrocarril a expensas de los bosques de quebracho y algarrobo. Cuando los talleres cerraron, el bosque quedó reducido y los obreros sin vivienda. Ella cree que lo mismo sucederá cuando pase la euforia de los buenos precios de la soja.

"En Chaco –una provincia limítrofe al este—ya desaparecieron pueblos enteros”, narró la mujer, mientras atiende su negocio. "Ahí también decían que con la soja venía el progreso y lo único que dejaron fue un desierto que la gente terminó abandonando en busca de un lugar donde trabajar”, sostuvo Ponce.

El experto de la estatal universidad salteña coincide. "La soja es una agricultura sin agricultores. En el noroeste, lejos de los puertos, el modelo exige grandes extensiones de tierra y un alto nivel de sofisticación en maquinarias, por eso se está registrando un proceso de concentración de la tierra y de desaparición de pequeños productores”, explicó.

En contra de los argumentos esgrimidos por las autoridades que identifican el cultivo con el progreso, Van Damme sostuvo que el único herbicida que requiere la soja genéticamente modificada es el glifosato, que es importado. A su vez, las maquinarias son contratadas en provincias del centro del país.

"Ni siquiera los que manejan las sembradoras o cosechadoras son de esta región”, aseguró el académico. Tampoco la leguminosa es procesada en la zona. Para la fabricación de aceites o tortas para forraje, el poroto de soja va del noroeste del país a las orientales Santa Fe y Buenos Aires o a la central Córdoba.

Los impuestos que se obtienen por las exportaciones de soja quedan en las arcas del gobierno nacional, que cobra entre 20 y 23 por ciento de retenciones. A los gobiernos provinciales les queda sólo el cobro del impuesto inmobiliario por la tenencia de la tierra.

Justamente, el gobierno de Salta justificó su decisión de desafectar la reserva de Pizarro en la necesidad de tener recursos para la construcción de dos rutas, que permitirán transportar más rápido la soja hacia la zona de embarque.

Los nuevos "barones de la soja” —como los identifican los grupos ambientalistas críticos del monocultivo— relativizan el impacto de la expansión y aprovechan la inexistencia de un ordenamiento territorial, como el que existe en otros países, donde el Estado interviene para diversificar la producción agropecuaria.

Alex Murphy, consultor agropecuario en la salteña región de Orán, explicó a IPS que el área de cultivo de soja fue creciendo por el incentivo del precio en los mercados mundiales, que llegó a 240 dólares la tonelada en el último año. "Por un lado se fueron habilitando nuevas tierras y, por el otro, se reemplazó con soja el área de otros cultivos”, relató.

Según su estimación, 1.000 hectáreas son suficientes para que el negocio sea "interesante” aún en estos días en que el precio bajó a 160 dólares la tonelada. Eso sí, "la demanda de mano de obra es baja”, admitió, porque la tecnología utilizada es "muy eficiente”.

Respecto del deterioro del suelo en el mediano plazo, el consultor –que es ingeniero agrónomo- consideró que, para evitar la erosión, la soja debe ser complementada con otros cultivos con volumen como el maíz, para el que debería reservarse cada año 20 por ciento del campo en forma alternada.

Sin embargo, entiende que a los productores "les cuesta” hacer esa rotación y la postergan año a año. "No es que no estén convencidos de que sea necesario, lo que ocurre es que al estar lejos de los puertos aplazan la rotación de un año para el otro”, describió Murphy.

El consultor remarcó, además, que aún con el retroceso del precio internacional y las retenciones que aplica el gobierno nacional "no se pierde plata (dinero)”. La ganancia de una buena cosecha de soja es de 50 por ciento.

De todos modos, anticipó que, si sigue bajando el precio, puede ser que los mismos productores cambien por otro cultivo más redituable, aunque conservando la escala.

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