Elena y Dumitru Janka tuvieron alguna vez su propio apartamento en uno de los numerosos bloques de viviendas de Constanta, unos 200 kilómetros al este de Bucarest. Pero en los últimos cinco años, la pareja de treinta y pocos años ha vivido en una choza en la playa.
Los dos hijos mayores de los Janka, que 10 y seis años, consiguen agua potable de canillas municipales en alguno de los nuevos condominios o lujosos chalés de playa, a pocos cientos de metros, lo más que pueden acercarse a una lámpara eléctrica o algún medio de calefacción doméstica.
Durante las tormentas de nieve del invierno, los Janka se amontonan frente a una improvisada estufa a leña, y sólo salen de su choza cuando necesitan ir al también improvisado baño exterior.
Este terreno se ha vendido y el nuevo propietario quiere empezar a construir pronto. Nos han pedido que nos vayamos, dijo Elena.
La familia tiene pocas esperanzas de encontrar un lugar digno para vivir, porque no puede pagar un alquiler y no reúnen las condiciones para beneficiarse de viviendas subsidiadas.
Según la ley, las viviendas sociales sólo están disponibles para aquellos que nunca han sido dueños de un apartamento, explicó Christina Muresan, de la Fundación Osana, una organización no gubernamental (ONG) que trabaja con familias pobres.
A menos de 10 kilómetros del refugio de los Janka, un semiderruido edificio de cuatro pisos alberga a unas 50 familias. El edificio alojó alguna vez a empleados de una empresa nacionalizada que cerró poco después de la caída del dictador comunista Nicolae Ceausescu, en diciembre de 1989.
Dado que la mayoría de los actuales residentes carecen de una fuente regular de ingresos, los residentes han aprendido a vivir sin electricidad, calefacción ni agua corriente.
Muchas de esos antiguos albergues de obreros, conocidos como barrios nefa, sirven ahora de refugio a miles de familias que no pueden costearse una vivienda más digna, y viven en condiciones infrahumanas. Los niños que residen en estos edificios están mucho más expuestos a las enfermedades y al crimen que los de otras partes de la ciudad.
La privatización de las viviendas y la falta de un sistema de bienestar social adecuado ha afectado a millones de rumanos que luchan por conciliar los bajos ingresos con los crecientes precios de los bienes raíces. Como resultado, aumenta el número de personas sin techo y de las que viven en refugios temporarios o hacinados.
Se estima que hay entre 5.000 y 9.000 adultos sin techo en la capital Bucarest, con 2,2 millones de habitantes. El número de personas sin vivienda también ha aumentado en la mayoría de las grandes ciudades rumanas, donde el alquiler de un apartamento de dos dormitorios excede el salario promedio.
La tendencia a la sustitución de viviendas públicas de alquiler por viviendas privadas, regidas por las leyes del mercado, ha privado a los grupos de bajos ingresos de viviendas adecuadas, señala un informe de la Federación Europea de Organizaciones Nacionales que Trabajan con los Sin Techo (Feantsa).
El antiguo régimen comunista construyó 5,46 millones de unidades de vivienda para los trabajadores entre 1950 y 1989. Sólo entre 1971 y 1989, el estado financió casi 85 por ciento de las 140.000 viviendas construidas en promedio cada año.
Pero tras la caída del régimen, el gasto en nuevas viviendas cayó en picada, de 88 por ciento en 1990 a cinco por ciento en 2001. De manera similar, el presupuesto para viviendas públicas se redujo de 8,7 por ciento en 1989 a 0,76 por ciento en 2000.
La parálisis de la construcción provocó masivas pérdidas de empleos. Además, cientos de bloques de apartamentos empezados bajo el régimen comunista quedaron abandonados en distintas etapas de construcción.
En 1990, el nuevo gobierno entregó la propiedad de las viviendas públicas a los inquilinos a cambio de un pago simbólico, pero también les transfirió el costo y la responsabilidad del mantenimiento.
Pero muchísimas familias no pueden hacer frente a las reparaciones luego de pagar los servicios públicos, cuyos precios se han disparado desde que Rumania se embarcó en un programa de privatizaciones.
Como resultado, casi 2,5 millones de unidades de vivienda, o 35 por ciento del total, están en muy mal estado, según estimaciones oficiales.
Con la privatización de tierras y viviendas de la última década, muchas familias se encontraron en la calle de la noche a la mañana, demandados por los antiguos propietarios. También se produjo un cambio en el uso de las construcciones urbanas.
Cuando la gente compró los apartamentos en que vivía y se dio cuenta de que podía hacer dinero alquilándolos, el uso de las viviendas públicas pasó de residencial a comercial. Muchos convirtieron sus apartamentos en tiendas y oficinas, explicó a IPS Ionica Bucur, profesora de planificación y manejo urbanos de la Universidad de Ovidius, en Constanta.
Las privatizaciones también empujaron a los 1,8 millones de gitanos de Rumania más hacia abajo en la escala social. Tres de cada cuatro miembros de la comunidad ocupan menos de 10 metros cuadrados (frente al promedio nacional de 14 metros), y sus viviendas construidas entre 1990 y 1998 no tienen título legal, lo que los hace vulnerables a las demoliciones y los desalojos.
El déficit de nuevas viviendas en Rumania se sitúa entre medio millón y un millón de unidades, estimó Adrian Nicoale Dan, investigador del Instituto de Calidad de Vida, de Bucarest.
Casi todos los siete gobiernos elegidos en Rumania desde 1990 han incluido una nueva política de vivienda en su agenda electoral, pero no han podido canalizar recursos suficientes hacia el sector debido a otras prioridades económicas.
La verdad es que la vivienda es todavía una cuestión marginal en Rumania, concluyó Zamfir Todos, de Hábitat para la Humanidad, una ONG que ofrece familias de bajo costo para familias pobres.
Rumania y Bulgaria aspiran a integrarse a la Unión Europea, tras la incorporación el pasado mayo de 10 nuevos países al bloque, en su mayoría de Europa oriental. (