El soldado estadounidense ”es diferente a todos los del resto de los países desde que el mundo es mundo. Es un guardián de la libertad y la justicia, la ley y el orden, la paz y la felicidad”, decía en 1899 el secretario de Estado (canciller) de Estados Unidos, Elihu Root, cuando su país emergía como potencia mundial en la guerra contra España.
Para entender el impacto que causaron en Estados Unidos esta semana las fotografías de torturas de militares estadounidenses a prisioneros iraquíes hace falta recordar esa frase, que capturó el espíritu de inexorabilidad histórica y ”grandeza nacional”, como lo llamaba el presidente Theodore Roosevelt (1901-1909), que empapó al país mientras arrancaba al decadente imperio español sus dominios en el Caribe y el Pacífico.
Fue el segundo ”destino manifiesto”, similar al de los 13 estados originales que avanzaron desde el océano Atlántico al Pacífico en el siglo XVIII, anexando grandes porciones del territorio de México y exterminando en el proceso a la mayor parte de la población indígena.
Así, la expansión lograda al comenzar el siglo XX fue vista como la necesaria materialización de la providencia, para prodigar las bendiciones de la civilización estadounidense, como Root y Roosevelt la describían, desde Puerto Rico hasta Filipinas.
La relativa facilidad de esos logros alimentó la noción de que Estados Unidos era un país ”excepcional”, señalado por la providencia para un propósito elevado, una misión moral, que venía de los inmigrantes puritanos del siglo XVII, colonizadores de Massachussets, y cuya ”mentalidad calvinista vio a Estados Unidos como una nación redentora” a ser seguida por el resto del mundo, según el historiador Arthur Schlesinger.
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Esta idea atraviesa la historia estadounidense. ”Creo que Dios puso en nosotros la visión de la libertad”, declaraba el presidente Woodrow Wilson (1913-1921), mientras su país se sumaba a la primera guerra mundial (1914-1918).
”No puedo ser privado de la esperanza de que hemos sido elegidos para mostrar a las naciones del mundo cómo deben caminar por las sendas de la libertad”, añadía.
El continuo crecimiento del poder global del país, en especial luego de la derrota de la Alemania nazi en la segunda guerra mundial (1939-1945), no hacía más que confirmar esta sensación de superioridad moral, tal como lo hizo el colapso de la Unión Soviética, en 1991, poniendo fin a la guerra fría.
En ese contexto, era lógico que se convirtiera en best-seller el libro de Francis Fukuyama ”El fin de la historia”, según el cual tras 8.000 años de desarrollo social, la humanidad ha descubierto que el capitalismo liberal, democrático y de preferencia al estilo estadounidense, es la única respuesta.
Y también en ese ambiente, otros pensadores neoconservadores, como William Kristol y Robert Kagan, han desempolvado la idea de la ”grandeza nacional” de Roosevelt, con un explícito contenido moral.
Así, el Proyecto para el Nuevo Siglo Estadounidense (PNAC, según sus siglas en inglés), cuyo manifiesto inicial fue firmado por muchos altos funcionarios del actual gobierno de George W. Bush, se refiere expresamente a la idea de Roosevelt.
Reclaman una política exterior ”buena para los conservadores, buena para Estados Unidos y buena para el mundo”.
Es tiempo, entonces, de dar la espalda a una advertencia de 170 años, formulada por el sexto presidente del país, John Quincy Adams (1825-1829): Estados Unidos no debería ir ”al exterior en busca de monstruos que destruir”.
La alternativa inaceptable, según los neoconservadores, ”es dejar a los monstruos a la deriva, destruyendo y saqueando a su contento, mientras los estadounidenses se quedan mirando”.
La noción de que los ”propósitos morales y los intereses naciones fundamentales” son virtualmente la misma cosa suele ser rebatida, sobre todo por ciudadanos del resto del mundo que ven las motivaciones de las elites estadounidenses (la codicia y el poder), como las que motorizaron a las potencias coloniales de Europa.
En el caso de la invasión y ocupación estadounidense de Iraq, una de esas motivaciones sería el mero interés de controlar su petróleo.
Esto es desde luego cierto, pero hasta cierto punto.
Como ha subrayado el observador australiano Owen Harries, editor durante muchos años del periódico estadounidense National Interest, las pretensiones europeas de que su política colonialista encarnaba una misión moral y civilizadora ”fueron episódicas y no muy arraigadas, usualmente admitidas como una racionalización de lo que se hacía por otras razones”.
En cambio ”en Estados Unidos, (esa pretensión moral) ha sido constante y central”, añadió.
”Desde la aparición de Estados Unidos como una potencia mundial un siglo atrás, hemos cometido muchos errores, pero hemos sido la mayor fuerza del bien entre las naciones del planeta. Una disminución de nuestro poder e influencia es malo para nuestro país, nuestros amigos y nuestros principios”, sostuvo en 2000 Elliott Abrams, miembro del PNAC .
Abrams es también el principal asistente para Medio Oriente de la consejera nacional de Seguridad Condoleezza Rice.
Por eso es tan importante para los neoconservadores ”excepcionalistas” que Washington conserve su libertad de acción, sin dar cuenta de sus actos a instituciones multilaterales como la ONU, ni ceñirse al derecho internacional. La ”superioridad” moral determina así el unilateralismo.
Si Estados Unidos es moralmente superior a naciones como China o Francia, por ejemplo, no sería ético que atara sus decisiones al Consejo de Seguridad de la ONU (Organización de las Naciones Unidas), arguye, entre otros, el columnista neoconservador Charles Krauthammer, del diario The Washington Post.
”¿Por qué cálculo moral la intervención estadounidense para liberar a 25 millones de personas carece de legitimidad pues no cuenta con las bendiciones de los carniceros de Tiananmen (el gobierno de China) ni de los cínicos de Quai d'Orsay (el gobierno de Francia)”, argumentaba Krauthammer poco antes de que Washington comenzara la guerra contra Iraq en marzo de 2003 sin autorización de la ONU.
Como vanguardia de la superioridad moral, siempre se ha esperado que el soldado estadounidense, ”diferente a todos los del resto de los países desde que el mundo es mundo”, encarnara esta extraordinaria condición nacional.
Por eso son tan perturbadoras, dentro de Estados Unidos, las fotografías de lo que pasa dentro de la prisión militar de Abu Graib, cerca de Bagdad. Porque ponen en cuestión toda la idea de superioridad estadounidense.
Del mismo modo lo fueron las imágenes de las víctimas vietnamitas de la masacre de My Lai, las de los soldados estadounidenses prendiendo fuego los sombreros de los campesinos con sus encendedores Zippo, y la de la aterrorizada jovencita quemada con napalm y corriendo desnuda en una carretera.
Esas imágenes ayudaron a la ciudadanía estadounidense a rechazar la guerra de Vietnam (1965-1975), 35 años atrás.
Por eso, quienes defienden la guerra hoy insisten, contra toda evidencia, que los abusos ilustrados en esas imágenes y filmaciones, son una aberración cometida por un puñado de granujas.
”Estados Unidos es una fuerza del bien”, balbuceó el congresista Duncan Hunter, presidente del Comité de Servicios Armados de la Cámara de Representantes (cámara baja), a cargo de investigar el escándalo militar que estalló esta semana con la divulgación de las fotografías, y uno de los que interrogó el viernes al secretario (ministro) de Defensa Donald Rumsfeld.
El mismo Krauthammer escribió el viernes que los perpetradores de esos abusos ”no reflejan el carácter del ejército, que ha actuado con notable gracia y coraje en Iraq, ni de la sociedad estadounidenses”.
”Nuestras tropas están cambiando el mundo y construyendo un futuro para el pueblo de Iraq, sacrificando más de lo que imaginamos para que sobreviva y triunfe la libertad”, insistió el presidente de la cámara baja, Tom DeLay.
”La operación 'Libertad Iraquí', cualesquiera hayan sido sus fallas, ha sido un bien absoluto”, agregó.