Pocos esperan que la frágil pausa de los combates en Iraq dure mucho. Pero Estados Unidos tiene en sus manos la posibilidad de impedir que se abra un nuevo ciclo de intensa violencia como el de las dos últimas semanas.
Tal vez Iraq esté saliendo del baño de sangre más severo desde que el presidente estadounidense George W. Bush declaró el fin de la breve guerra, el 1 de mayo de 1983.
Este miércoles, las milicias chiitas prolongaron 48 horas su tregua en la central ciudad de Faluja, si bien continúan los choques esporádicos. Pero esta tregua y el acuerdo en ciernes con las milicias chiitas en el sur parecen excesivamente frágiles.
Hoy parece crucial y urgente que la comunidad internacional, en especial la coalición militar encabezada por Estados Unidos que ocupa Iraq, formule algunas políticas que impidan el estallido de otro ciclo de violencia.
De otros conflictos, en especial la intifada (resistencia popular palestina contra la ocupación israelí), resulta claro que los ciclos de violencia desarrollan su propia dinámica si se les permite avanzar. Considerando la cantidad de bajas del último mes en Iraq, quizás ya sea demasiado tarde.
En Medio Oriente, y tal vez en cualquier parte del mundo, las bajas en combate generan una espiral muy difícil de detener. La mayoría de los combatientes sunitas y chiitas muertos en las dos últimas semanas pertenecen a familias estrechamente vinculadas.
Hermanos, primos y padres tal vez no compartan la misma tendencia política y religiosa, pero eso se vuelve irrelevante cuando ocurrió la matanza. El llamado a la venganza es un factor de unión, más allá de las creencias políticas de la víctima.
Pero esto no siempre sucede así. Si la familia o la tribu afrontan una oposición abrumadora, es posible que acepten una compensación —o dinero manchado de sangre, desde otra lectura— en lugar de buscar la venganza.
Eso dependerá del clima político general, que en este caso es de ocupación militar a manos de potencias infieles.
Soldados de Estados Unidos y de Gran Bretaña pudieron impedir en muchos casos el derramamiento de sangre mediante el pago de compensaciones a la familia de las víctimas.
Faluja ha sido una excepción: al comienzo de la guerra una cantidad indeterminada de personas murieron allí en un choque con tropas estadounidenses.
Washington debe tomar en cuenta el creciente malestar que origina la presencia de sus soldados en Iraq. Los comandantes han advertido que, a pesar de la planificada entrega de la soberanía a un gobierno iraquí el 30 de junio, sus fuerzas militares podrían quedar allí indefinidamente.
La mayoría de los practicantes del Islam chiita, que constituyen 60 por ciento de la población iraquí, aplaudieron al principio la caída del régimen del sunita y laico Saddam Hussein a manos de la coalición invasora.
Los líderes de la comunidad chiita toleraron, incluso, la presencia de tropas extranjeras por un periodo de transición, hasta que el orden fuera restaurado.
Eso no significaba aceptar una ocupación indefinida, especialmente cuando Saddam Hussein fue capturado en diciembre. La permanencia del líder prófugo en Iraq era la principal razón por la que los chiitas continuaban aceptando la presencia militar estadounidense.
Sería un error ignorar las declaraciones formuladas al comienzo de la ocupación por líderes chiitas aparentemente moderados, como el gran ayatolá Alí Sistani, según las cuales las tropas en Estados Unidos no deberían continuar en Iraq más tiempo del necesario.
Sistani y un amplio segmento de la población chiita están ilusionados con la posibilidad de gobernar Iraq, para lo que creen tener derecho.
Pero eso va contra los intereses de los kurdos y los sunitas, defendidos por Estados Unidos y tal vez por toda la comunidad internacional.
Washington está comprometido con la minoría kurda del norte del país —autónomo desde comienzos de los años 90—, que no permitiría bajo ninguna circunstancia que un gobierno central vuelva a regir su destino.
También debe tener en cuenta a la radicalizada minoría sunita en el centro del país, muchos de cuyos integrantes tuvieron parte en el viejo régimen de Saddam Hussein.
Estas presiones contradictorias se manifestaron durante las negociaciones para la aprobación de la constitución interina que regirá al país después de la eventual entrega del poder el 30 de junio.
Sistani se oponía a las cláusulas que le daban a kurdos y sunitas garantías de autonomía que, a su entender, interferían con la reivindicación del poder por parte de los chiitas.
Los combates en el sur estallaron poco después de que Sistani hubiera sido obligado a cejar en su oposición al proyecto de constitución que, al fin y al cabo, fue aprobado.
No es difícil imaginar que el clérigo hubiera dado entonces luz verde al joven mulá Moqtada al Sadr para que diera rienda suelta a la insurgencia, aun cuando ambos no estuvieran en buenos términos.
La animadversión se agravó en marzo, cuando 170 personas murieron en ataques cometidos supuestamente por sunitas en Bagdad y en Kerbala durante la principal festividad de la comunidad chiita, el duelo de Ashura.
La fuerte respuesta de Estados Unidos al actual ciclo de ataques eleva peligrosamente el número de víctimas, mientras persiste la sensación de que la ocupación militar se prolongará indefinidamente.
Además, la coalición es vista como incapaz de mantener la seguridad de la población. Y los combates dejan al descubierto los conflictos entre comunidades étnicas, religiosas y políticas iraquíes en las vísperas del 30 de junio.
Las interrogantes sobre el futuro de Iraq y el temor a un ocupación estadounidense indefinida sólo podrán responderse involucrando a la Organización de las Naciones Unidas, y con una fórmula que permita la permanencia de tropas extranjeras bajo un mandato internacional.