POBREZA-INDIA: Goregaon otra vez muerde el polvo

Un mundo de ritmos y consignas pasó por Goregaon, ese suburbio de Mumbai donde el constante vaivén abruma al visitante y que por seis días pudo convertir a un abandonado centro fabril en una fiesta de color y reflexión para atraer la atención internacional. Pero ahora, Goregaon sigue siendo Goregaon.

Se rompieron los carteles, se desarmaron las mesas, se calmaron los tambores y se inició la enésima sesión de limpieza. Cientos de mujeres inclinadas volvieron a barrer las ardientes calles del hoy silencioso complejo industrial de Nesco, en la occidental ciudad india de Mumbai.

Es que el trabajo requería más esfuerzo esta vez. El IV Foro Social Mundial había terminado, y su música se había a otra parte, pero dejó huellas.

Los habitantes de Goregaon vieron cómo poco a poco decenas de miles de visitantes se marchaban y la zona lograba sincronizarse otra vez con el ritmo de su rutina. Fuera de tono sólo quedaban los muros tatuados: "El imperialismo no puede ser reformado", "Detengan la guerra", "Fuera FMI del Sur"… Pero ellos no podían leerlos. Sólo seguían lavando sus vestidos en arroyos, pidiendo monedas a turistas y durmiendo con los perros.

Goregaon volvió a transpirar polvo luego de atraer a más de 150.000 personas de los más variados rincones del mundo al encuentro que trastocó la rutina del lugar del 16 al 21 de este mes.
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Los pies descalzos que recorrían sus calles eran untados por esa llovizna de tierra rojiza casi imperceptible pero omnipresente, dispersada aun más por el trepidante ir y venir de los "rickshaws", esos diminutos taxis de tres ruedas que parecen multiplicarse en los suburbios y desaparecer temerosos cuando se acercan al centro. Ya terminada la fiesta, los coches salían de Nesco sobre una alfombra de papeles que días atrás fueron esparcidos por manos alzadas: eran las consignas abandonadas de monjes tibetanos, dalits (los excluidos del sistema de castas), campesinos, estudiantes coreanos… todos los que llegaron a Mumbai para hacerse oír.

Frente a la puerta principal del complejo corre la imponente Western Express Highway, por la cual se va directo al aeropuerto de esta gran ciudad, de 13 millones de habitantes. Debajo de a autopista crece, a su vez, una Mumbai marginal, un sinnúmero de tiendas donde miles de pobres ven pasar los automóviles, arriba, y pudrirse el agua del riachuelo, abajo.

La tarde indicaba que ya era el final. Era hora de volver al aeropuerto. Pero antes había que pasar por entre los niños hambrientos que se lanzan a los pies de los visitantes implorando por unas rupias. Señalan sus bocas y ruegan postrados indiferentes ante la indiferencia. Luego llegan los policías y los dispersan blandiendo sus varas. Entonces el visitante puede subir a su coche.

Todo había terminado, pero todavía se acercaban curiosos para entender qué era lo que había pasado en el complejo industrial de Nesco. Algo se sabía por los diarios, pero no todos comprendían. Lo cierto era que llegaron personas de todo el mundo, y eso era una gran atracción para cualquiera en Goregaon.

Krishna, por ejemplo, estaba acostumbrado a ver extranjeros, pero no pudo resistir la tentación de acercarse al complejo ahora vestido de colores, para por al menos unos minutos ser parte de él. Llegó caminando con los brazos cruzados y acompañado de su joven hijo Sankar. Ambos intentaban entrar en diálogo con algunos de los visitantes. Les preguntaban una y otra vez si les gustaba India, si se sentían cómodos.

No sabían mucho sobre el Foro Social Mundial, y por eso no se atrevían a opinar. "Es que no soy un hombre educado para hablar sobre eso", lamentaba Krishna y retraía la mirada, pero luego la alzaba firme con una sonrisa para destacar orgulloso que era "sólo" un marino retirado, y que su hijo sería cineasta.

Se limitaba a dar consejos. "Usted tiene que regatear todo aquí. Siempre le van a decir un precio mucho más alto, una locura, así que hágame caso, si le dicen 500 rupias usted diga 20. Dígale que sabe el precio", decía con ojos brillantes, para luego hacer una pausa, meditar, y volver a preguntar tímidamente: "¿Le gusta India?".

El coche emprendía el viaje y dejaba atrás Nesco. Comenzaba un recorrido de tres horas por la imponente Mumbai, capital comercial e industrial de India, en medio de impactantes estudios de cine y chozas paupérrimas, en medio templos hindúes y pintadas políticas, en medio de puentes y mendigos.

También se dejaba atrás a Malad, el suburbio donde los hoteles de cinco estrellas se esconden entre la naturaleza agreste, la bruma de la noche y las cometas de los niños, que adornan el horizonte a toda hora.

Para dirigirse al centro hay que incursionar en el vertiginoso mundo de los callejones y mercados: el coche atraviesa por estrechos planetas donde las imágenes se suceden como en un sueño acelerado.

Aquel hombre sumergiéndose en agua empantanada, ese anciano orinando sobre la calle, los perros lamiendo su sarna, las vacas sueltas por los caminos, aquella mujer sudando con un cajón con camarones, esos niños imaginando un partido de cricket con tablas, lo ómnibus cargados de pollos degollados, la camioneta deslumbrante, aquella pareja hincada y absorta ante la Virgen.

Entre los peluqueros callejeros hay también puestos de comida. Entre choza y choza, alguna cruz, y más allá, un centro para estudiar computación. También se ve algún colegio musulmán, y pocas cuadras más adelante, después de aquel radiante templo hindú, al lado de la populosa parada, otra cruz.

Poco a poco empiezan a emerger los semáforos, las señales de tránsito, los restaurantes, los edificios, y el coche se sumerge en una Mumbai agobiante. Pasar por los barrios de Jogeswari y Andheri es codearse con los grandes estudios cinematográficos, la "fábrica de sueños" llamada Bollywood. Y es allí cuando los rickshaws comienzan a desaparecer.

La autopista que va hacia el Aeropuerto Internacional Sahar se transforma de pronto en un puente que se alza por sobre un mundo ignorado. Los coches parecen así sobrevolar un inmenso mar de miseria, que agoniza a la orilla de la ensenada. Arriba, las imágenes publicitarias de celulares, automóviles y artistas de cine marcan el sendero hacia otra Mumbai, la impenetrable.

A la derecha, un decrépito barco ahora sobrevive en tierra como herido de guerra y es hogar de familias indigentes. Más adelante, a la izquierda, el esplendoroso Centurion Bank. Un poco más al sur, el enorme cartel de la compañía de seguros y la bandera británica. Poco después, un zapatero descalzo.

Apenas el coche se detiene ante una luz roja de semáforo, mujeres con la mirada perdida se acercan a golpear las ventanas para mendigar. Atrás hay más, esperando la oportunidad del día, ante el primero que se decida a abrir su billetera.

Finalmente, allí, al final de la calle, está el aeropuerto, lleno de luces y rodeado de niños atentos al turista. Los hombres rubios que llegaron desde Goregaon para tomar su avión lo confirman: todo ha terminado. La atención ahora estará mucho más al norte, en una ciudad llamada Davos.

Sea como sea, Goregaon ya volvió a la normalidad. Sólo quedan algunos papeles, el polvo, los muros, el vacío de siempre, el desamparo constante, y un enorme cartel luminoso, aunque ahora apagado, pero que sí se puede leer si uno lo ve bien, porque esta vez también está en hindi. Dice: "Otro mundo es posible".

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