El aumento de la violencia en ciudades de América del Sur en las últimas décadas suele atribuirse al crimen organizado y al narcotráfico. Pero, ¿se detendría el baño de sangre si acabara el negocio de las drogas ilegales?
La respuesta es no, creen expertos, a menos que se combata con la misma energía la desigualdad y la exclusión social.
La ciudad de Río de Janeiro vive hace ocho meses un brutal enfrentamiento entre policías y los llamados ”comandos”, que dominan por las armas el mercado de drogas y muchos de los barrios marginados y hacinados (favelas), en una suerte de ”poder paralelo” comparado por algunos a Colombia.
”Cien bandidos fueron muertos” en las dos primeras semanas de ejercicio del cargo del nuevo secretario de Seguridad Pública del estado de Río de Janeiro, Anthony Garotinho, quien asumió el 28 de abril con la misión de recuperar algo de tranquilidad en la región metropolitana carioca.
Mientras, la Policía Militar contabiliza 52 efectivos muertos en tiroteos o emboscadas entre enero y el 11 de este mes, todo un triunfo para Garotinho, quien precisó que el enemigo sufrió más de 300 bajas en ese periodo.
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”Río de Janeiro está bañado de sangre a causa de la droga”, afirmó un ciudadano entrevistado por una emisora de televisión días atrás, en una especie de resumen del diagnóstico que orienta a las autoridades policiales.
Una campaña también divulgada por televisión acusa por estos días a los consumidores de drogas de ”financiar la violencia”.
Pero el tráfico de narcóticos es más bien un ”chivo expiatorio”, una reducción del problema que oculta la desigualdad y exclusión social, dijo a IPS Gilberta Acselrad, profesora de la Universidad del Estado de Río de Janeiro (UERJ).
”No siempre la violencia estuvo asociada a las drogas”, su consumo en la historia pasada no generó situaciones similares y tampoco la provoca hoy en muchos otros países, argumentó.
Acselrad sostiene que el problema es que la sociedad actual estimula el consumo de algunas drogas, como bebidas alcohólicas y tranquilizantes, pero criminaliza otras.
Además, su regla es la competencia, que ”supone la exclusión del otro”, en muchos casos llevando a la desesperación a los excluidos de la sociedad y a la consecuente barbarie, comentó.
Un factor que lleva a los jóvenes pobres a la delincuencia, ”más que la pobreza es la inequidad, la conciencia de inequidad que se genera en especial en las ciudades”, por la imposibilidad de acceder a comodidades, dijo a IPS la investigadora Priscila Celedón, del grupo no gubernamental colombiano Comunicación para el Desarrollo.
En Colombia, centro productor y exportador de cocaína, son conocidos los procesos generadores de violencia, empezando por las guerras civiles entre liberales y conservadores, que causaron centenares de miles de muertes desde el siglo XIX hasta 1962.
Hoy los cruentos enfrentamientos son protagonizados por las fuerzas de seguridad del Estado, las guerrillas izquierdistas y los paramilitares de derecha, que disputan el control territorial del país, además del crimen organizado y bandas juveniles de los barrios pobres, explicó Alonso Salazar, autor de varios libros sobre violencia social.
Sin embargo, es ”el conflicto político armado que viene actuando como articulador del conflicto urbano”, sostuvo Salazar, vinculado a la Corporación Región, una organización no gubernamental de la noroccidental ciudad colombiana de Medellín.
Esa realidad invalida comparaciones entre Brasil y Colombia, y la diferencia de procesos históricos se refleja hasta en las cifras.
En 1995 se registraron en Brasil 23 homicidios por cada 100.000 habitantes, frente a 61,6 por 100.000 personas en Colombia, según el Informe Global divulgado en octubre por la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Medellín y la occidental Cali, famosas fuera de Colombia por sus carteles de la cocaína, registraron 4.933 y 2.661 homicidios respectivamente el año pasado, indicaron informes policiales.
También en esas dos ciudades existen, respectivamente, seis y tres veces más efectivos de seguridad que en Río de Janeiro en términos proporcionales a la población de cada una.
Pero los vaticinios sobre la ”colombianización” de Río de Janeiro se acentuaron desde septiembre, cuando un grupo narcotraficante, supuestamente el Comando Vermelho (Rojo), pasó a utilizar métodos terroristas contra la población en general.
Más de 100 autobuses fueron incendiados en las calles cariocas, estallaron bombas en hoteles y edificios de lujo y el comercio y las escuelas de barrios ricos fueron forzados a cerrar sus puertas por amenazas de ataques.
Otras dos ofensivas, una en septiembre y otra en febrero, sacudieron esta ciudad brasileña y sus alrededores por su gran repercusión.
De ese modo se verificaba que el crimen organizado había dejado de actuar sólo en la periferia, para invadir los barrios de las capas medias, dañando el flujo de turistas extranjeros.
Esa ola de atentados buscó ”aterrorizar la ciudad para aumentar el poder de negociación de los jefes del narcotráfico presos”, que quieren recuperar privilegios que les fueron quitados desde el año pasado, explicó a IPS Alba Zaluar, una antropóloga de la UERJ que hace 20 años investiga la violencia.
Las autoridades carcelarias les requisaron teléfonos celulares, pasaron a controlar las visitas y transferir a los jefes criminales a otras prisiones, en un intento por eliminar el control que ejercen desde allí sobre los ”comandos” del narcotráfico en Río de Janeiro.
La ampliación de las acciones del crimen organizado es una reacción al combate efectivo que ahora padecen, opinó el ex secretario de Seguridad Pública, Josias Quintal, un coronel de la Policía Militar elegido diputado.
Pero una actuación exclusivamente represiva sólo tiende a aumentar la violencia, evaluó Luke Dowdney, antropólogo de la no gubernamental Viva Río y coordinador de una investigación que llevó a la edición del libro ”Niños del tráfico” tras centenares de entrevistas.
En los ”comandos” actúan de 5.000 a 6.000 menores de 18 años, atraídos por ingresos inimaginables en otras actividades, explicó Dowdney.
De ese total, por supuesto, se excluyen 3.937 de esos ”combatientes” muertos en confrontaciones con la policía u otras facciones entre fines de 1987 y 2001.
Dowdney teme que la represión al narcotráfico, sin ofrecer ”alternativas económicas, sociales y también culturales” a esos adolescentes, pueda multiplicar los asaltos, robos y otras acciones violentas contra las capas medias.
Esos jóvenes perderían su actual fuente de ingresos, importante para ellos y para la economía de las favelas, explicó.
Eso ocurrió en Medellín después de que fuera destruido el cartel liderado por Pablo Escobar, muerto en 1990: las bandas diversificaron sus acciones, con robos a bancos y de vehículos, atracos planificados y secuestros.
Si se confirma el pronóstico, en Río de Janeiro sólo se acentuaría una tendencia de reducción de los homicidios, que bajaron de 78 a 45 cada 100.000 habitantes de 1994 a 2002, mientras los robos armados se duplicaron, alcanzando a 70.908 el año pasado.
(*) Con aportes de Yadira Ferrer, desde Bogotá.