Más 40.000 trabajadores filipinos que ingresaron a Corea del Sur en forma ilegal o mediante el discriminatorio régimen de aprendices industriales sufren penurias cotidianas.
Ese régimen se creó con la intención declarada de calificar a trabajadores para transferir tecnología a países vecinos, pero pronto se convirtió en un modo encubierto de importar mano de obra barata.
Los extranjeros que ingresan al país como aprendices reciben una visa de tres años para desempeñarse en tareas industriales, pero no se les reconocen derechos laborales básicos, y trabajan en condiciones de explotación.
Organizaciones no gubernamentales humanitarias y grupos de inmigrantes piden la abolición del sistema, y las autoridades lo modificaron en diciembre, al reducir a un año el periodo laboral exigido para que un aprendiz pase a ser reconocido como trabajador inmigrante y protegido por el Ministerio de Trabajo.
El gobierno y las empresas deberían fomentar el ingreso al país de trabajadores inmigrantes, si lo consideran necesario, sin «mantener este lamentable sistema en nombre de la transferencia de tecnología», sostuvo Mary Loy Alcid, de la filipina Fundación del Centro Kanlungan.
Una política transparente de importación de mano de obra no debería discriminar en materia de condiciones laborales, y los aprendices «tendrían derecho a salarios más altos, beneficios sociales y protección legal para realizar reclamos», añadió.
Setenta por ciento de los 250.000 extranjeros que trabajan en el país son inmigrantes indocumentados, según la Asociación para los Derechos Humanos de los Trabajadores Extranjeros, y sus condiciones laborales son aun peores que las de los aprendices.
Los indocumentados reciben salarios muy bajos, que se les suelen pagar con mucho atraso, y se ven obligados a realizar tareas riesgosas sin derecho a compensación por accidentes laborales, según organizaciones no gubernamentales.
También es frecuente que las duras condiciones de trabajo de los inmigrantes sean nocivas para su vida privada.
Un trabajador filipino a quien llamaremos Edwin y su esposa consiguieron trabajo en ciudades separadas por 250 kilómetros, y durante siete meses sólo pudieron pasar juntos un par de horas por semana.
La mujer abandonó la fábrica en que trabajaba para estar más cerca de su marido, pero fue detenida y deportada, y en la actualidad Edwin afirma que «no es posible reconstruir la relación tras estar tan separados».
La soledad lleva a muchos inmigrantes solteros y casados a relaciones íntimas que les traen numerosas complicaciones, entre ellas las asociadas con embarazos.
Un trabajador de una organización no gubernamental (ONG) con experiencia en apoyo a inmigrantes contó a IPS el caso de una filipina que pasó cinco años en el país y tuvo en ese periodo tres hijos de padres diferentes.
«Muchas familias se han desintegrado», señaló el sacerdote católico Eugene Ata Decoy, del centro de asesoramiento Casa de Galilea, al cual acuden inmigrantes en problemas.
Es frecuente que las inmigrantes embarazadas aborten o envíen los hijos que tienen en Corea del Sur a sus países de origen, para que sean criados por abuelos u otros parientes.
Eso se debe a que no pueden pagar la mensualidad exigida por el gobierno para permitir la permanencia en el país de bebés de más de un mes hijos de extranjeras, o porque temen perder sus empleos si intentan criar a los niños y niñas mientras trabajan.
El aborto es ilegal en el país, pero «nadie controla eso» según Decoy.
Las dificultades para los inmigrantes son muchas y graves, pero muchos filipinos piensan que son preferibles a la escasez de oportunidades en su país. (FIN/IPS/tra-eng/yj-ral/ral/js/mp/lb pr/02