Miles de familias de refugiados afganos en Pakistán afrontan el dilema de regresar o no a su país, ahora que ha concluido la era del régimen fundamentalista Talibán y se anuncia el comienzo de la reconstrucción.
A medida que se apagan los ruidos de guerra, se afianza el gobierno interino en la capital afgana, Kabul, y se vislumbra la perspectiva de la estabilidad, buena parte de los 2,3 millones de refugiados se aprestan a regresar.
Pero una generación de afganos, que crecieron en diferentes ciudades pakistaníes desde la llegada de sus familias en los años 80, encuentra muy difícil decir adiós a este país.
Mientras, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) pospuso hasta marzo la repatriación de refugiados, por problemas de seguridad y por las duras condiciones del invierno boreal.
Sentado en su pequeño «balakhana», cuarto ubicado en el segundo piso del bazar Dagbari de la antigua ciudad de pakistaní de Peshawar, cercana a la frontera afgana, el músico Saida Gul relató su vida en Pakistán, un segundo hogar que duda en abandonar.
La habitación, amueblada con un juego de sillones, un armonio, un par de tablas (tambores tradicionales) y algunos afiches de cantantes afganos en las paredes, es la oficina de Saida y de su padre, Maina Gul, ambos prestigiosos artistas afganos.
Saida llegó a Pakistán como refugiado cuando era un niño, junto a su padre, conocido intérprete de tabla, que abandonó Afganistán en 1989, cuando la Unión Soviética invadió el país.
Gul creció en Peshawar, y con algo más de 20 años, es un conocido cantante pashtún (patán) —la etnia mayoritaria de Afganistán, presente también en Pakistán—, con media docena de discos editados.
«Amo a mi país. Pero me es difícil dejar Pakistán porque crecí aquí y ha desarrollado buena reputación como cantante», dijo Gul.
Gracias a los contactos tendidos por padre e hijo en la Provincia de la Frontera Noroccidental, cuya capital es Peshawar, ambos se ganan la vida con sus conciertos.
Al contrario que en otros países, los refugiados en Pakistán, que llegaron a ser tres millones, no estaban confinados en los campamentos y podían moverse libremente por el territorio.
Con el paso de los años, muchos crearon empresas, obtuvieron empleo y compraron propiedades. La industria del tapiz de la provincia, por ejemplo, depende de los artesanos y comerciantes afganos, cuya actividad colocó a tapices y alfombras en los primeros lugares de las exportaciones provinciales.
«No sé cuándo volveré a Afganistán, pues aún no hay seguridad. Además, mis tres hijos estudian aquí, y no hay escuelas ni universidades en Afganistán», afirmó Haji Karim, dueño de una tienda de alfombras en Peshawar.
Decenas de miles de familias permanecerán en el país pues sus hijos e hijas pueden recibir educación, algo casi imposible en el restrictivo ambiente creado por el derrocado movimiento Talibán. Quienes pertenecen a la clase educada, aguardarán hasta que se creen condiciones más favorables.
Sin embargo, una gran cantidad de población refugiada, sobre todo la que vive en los campamentos, ya emprendió el retorno.
En las últimas dos semanas, más de 35.000 personas partieron a Afganistán, la mayoría desde la provincia de Balochistán, mientras otras 25.000 regresaron durante la primera semana de enero, sostuvo el portavoz de Acnur, Yusuf Hassan.
Desde la caída del régimen Talibán, en noviembre, unos 47.000 refugiados regresaron a Kabul desde Pakistán, según un informe publicado por Acnur. Muchos más regresarán después del invierno, afirmó un funcionario del foro mundial.
Los primeros en retornar serán los refugiados que trabajan como jornaleros o aquellos que tienen granjas o pequeñas propiedades agrícolas.
«Para nosotros la subsistencia es tan difícil allá como aquí. Dejé (la provincia de) Kunduz con mi familia por la guerra. Quiero volver a mis tierras tan pronto como termine el invierno», dijo el agricultor Humayun Shamal, de 37 años, quien reside en el campamento de Shamshatu, cercano a Peshawar, desde hace 19 meses.
Los dramáticos cambios políticos afganos del último año tuvieron un efecto inmediato en el ambiente de los refugiados en Pakistán, sobre todo desde la caída del Talibán y el establecimiento del gobierno interino, el 22 de diciembre.
Por ejemplo, un costoso complejo para la fabricación de alfombras y tapices que se construía en las afueras de la ciudad, fue abandonado por los inversores afganos, que perdieron el interés por la operación
El gobierno de la provincia suministró los terrenos, en el suburbio de Chamkani, donde hace sólo unos meses se presenciaba una actividad febril, y ahora todo está solitario y abandonado.
No todos los que regresan lo hacen voluntariamente. Muchos fueron forzados por el creciente resentimiento que les demostró la población pakistaní en algunas zonas.
Varios refugiados padecieron maltrato y robos en las localidades de Dir y Swat, tras conocerse que cientos de militantes de Nifaz-e-Shariat-e-Mohammadi, una organización religiosa de la Provincia de la Frontera Noroccidental, fueron hechos prisioneros por señores de la guerra de Afganistán.
Miles de pakistaníes armados cruzaron la frontera para combatir en la «jihad» (guerra santa) contra Estados Unidos, cuando éste comenzó a bombardear las posiciones del Talibán y de la red Al- Qaeda, a la que Washington acusa de los atentados terroristas del 11 de septiembre en su territorio.
Pakistán cerró su frontera para evitar más ingresos y reclamó a Acnur que instalara campamentos dentro de Afganistán.
Ahora que una fuerza de paz empieza a desplegarse en Kabul y el gobierno interino intenta establecer la normalidad, Islamabad redoblará sus presiones para lograr la repatriación de todos los refugiados. (FIN/IPS/tra-eng/ny/dc/pr ip/02