La tinta del acuerdo de Bonn para un gobierno interino de base amplia en Afganistán apenas se había secado cuando comandantes militares afganos y países vecinos comenzaron a oponerse y a manifestar sospechas hacia la nueva administración.
Muchas de las críticas al acuerdo entre líderes afganos para formar una administración interina de 29 miembros encabezada por Hamid Karzai pueden deberse al papel dominante de Estados Unidos en su redacción y a la resultante composición desequilibrada del régimen.
Esto podría ser causa de inestabilidad y caos en Afganistán, donde el grupo fundamentalista islámico Talibán, que hasta principios de noviembre gobernaba casi todo el territorio, quedó reducido a pequeñas bolsas de resistencia por los bombardeos aéreos de Estados Unidos y las ofensivas terrestres de la opositora Alianza del Norte.
Mucho después de la rendición del mulá Mohammed Omar, líder supremo de Talibán, y de la eventual captura «vivo o muerto» del saudí Osama bin Laden, a quien Estados Unidos responsabiliza por los atentados del 11 de septiembre, persistirán los factores que dieron origen a Talibán y su colaboración con la red terrorista Al- Qaeda.
Así mismo, persistirá el legado de la intervención de Washington.
Las cuatro delegaciones que firmaron el acuerdo de Bonn el día 5 representaban a la Alianza del Norte, al grupo de Roma (un grupo de exiliados leales al antiguo rey Zahir Shah), y a dos grupos más pequeños de exiliados establecidos en Peshawar, Pakistán, y en Chipre.
El llamado grupo de Peshawar pertenece mayoritariamente a la etnia patán o pashtun -igual que la mayoría de los Talibán-, y el de Chipre es de mayoría musulmana chiíta de la etnia hazara.
La más fuerte oposición al acuerdo de Bonn -impulsado por Estados Unidos y patrocinado por la Organización de las Naciones Unidas (ONU)- procede de dentro de la propia Alianza del Norte.
La Alianza es la triunfadora en la guerra terrestre y el componente más importante del proceso de Bonn.
El general Abdul Rashid Dostum, líder de la facción uzbeka de la Alianza, anunció que boicoteará el gobierno interino en protesta porque su demanda de la cartera de Relaciones Exteriores fue rechazada.
El líder uzbeko controla gran parte del norte de Afganistán, incluso la estratégica ciudad de Mazar-al-Sharif, y es conocido por sus cambiantes alianzas.
Alguna vez, en los años 80, fue aliado de las fuerzas de ocupación soviéticas, luego se pasó a la resistencia de los mujaidines y después al régimen de Najibullah respaldado por la Unión Soviética, para luego pelear junto a Talibán y finalmente ser opositor de ese grupo fundamentalista islámico.
Otro círculo de disentimiento está formado alrededor de Pir Syed Ahmed Gailani, líder del grupo de Peshawar patrocinado por Pakistán.
Un tercer grupo opuesto al acuerdo de Bonn es el encabezado por el líder patán Gulbuddin Hekmatyar, quien fuera originalmente promovido por Pakistán y respaldado por Estados Unidos, pero que luego fue marginado y se autoexilió para regresar hace dos meses a combatir a las fuerzas estadounidenses.
Hekmatyar podría agruparse con otros miembros sureños de la etnia patán y crearle problemas a Karzai, originados en la subrepresentación de los patanes en el gobierno.
Karzai pertenece a la etnia patán, al igual que otros 10 miembros de su gobierno, que incluye también a ocho tajikos, cinco hazaras y tres uzbekos. Sólo hay dos puestos ocupados por mujeres en la administración interina.
La representación de los patanes en el gabinete corresponde aproximadamente a su porcentaje de la población, de 40 por ciento, pero la identidad patán de los ministros es meramente nominal, dado que sólo dos de los cinco hablan la lengua patán.
Por el contrario, los tajikos están muy bien representados en el gobierno interino, y también en la Alianza del Norte. La alianza está dirigida por el canciller Abdullah Abdullah, el ministro del Interior Younis Qanooni y el ministro de Defensa Abdul Fahim, todos tajikos.
La mayoría de los líderes patanes integraban el grupo Talibán, y llevará algún tiempo sacarlos, soborno mediante, de ese movimiento. También hay divergencias entre los patanes sobre el papel otorgado al ex rey Zahir Shah, aparentemente por insistencia de Estados Unidos.
El rey fue depuesto en 1973, luego de un gobierno impopular. Desde entonces, no volvió a Afganistán, ni siquiera tras la retirada soviética de 1989.
Pero Estados Unidos parece opinar que sociedades como la afgana son irremediablemente feudales.
Washington tuvo la oportunidad de obtener para Afganistán un gobierno neutral bajo el patrocinio de la ONU hasta que se dieran las condiciones para una Constitución democrática y un gobierno representativo en un país devastado por más de dos décadas de guerra, pero la desperdició.
Los partidarios de Estados Unidos sostienen que sus opciones se redujeron cuando la Alianza del Norte tomó Kabul, en contra de la promesa de Washington de esperar hasta que estuviera instalado un gobierno interino.
Pero esa afirmación es falsa. La Alianza del Norte no hubiera podido tomar Mazar-al-Sharif, mucho menos Kabul, sin el fuerte respaldo aéreo de Estados Unidos que debilitó las defensas de Talibán. Washington debía demostrar resultados rápidamente.
Estados Unidos atrajo a la ONU al esfuerzo de formar un nuevo gobierno a través de Lajdar Brahimi, un diplomático que había abandonado disgustado su cargo de enviado a Afganistán en 1999.
Antes, Washington había pasado por alto reiteradamente al foro mundial, y ni siquiera obtuvo el mandato del Consejo de Seguridad para usar la fuerza contra el régimen Talibán, que se negó a entregar a Bin Laden.
La participación de la ONU no impidió a Estados Unidos ejercer sus propias presiones para garantizar que el acuerdo de Bonn fuera respaldado por numerosas facciones afganas.
Fue a instancias de Washington que Burhanuddin Rabbani, el presidente derrocado por los Talibán en 1996, acordó retirar sus objeciones hacia algunos candidatos al gobierno interino y aceptó su propio eclipse político.
Estados Unidos también aseguró que la Alianza del Norte abandonaría su oposición al despliegue de una fuerza internacional de paz.
De manera similar, fue por insistencia de Washington que Karzai cambió en pocas horas su posición favorable a una amnistía condicional para el mulá Omar por la de someterlo a la justicia.
La meta de la intervención de Estados Unidos en Afganistán trasciende la destrucción del régimen Talibán y la red Al-Qaeda y se relaciona con algo muy concreto: el petróleo.
Afganistán es esencial para la extracción del oro negro de la cuenca del mar Caspio, el segundo reservorio de petróleo del planeta, dado que por su territorio deberían pasar los oleoductos para transportar el mineral de las repúblicas centroasiáticas hacia puertos de Pakistán, Irán u otros países.
Entre 1995 y 1998, grandes empresas petroleras estadounidenses presionaron para construir oleoductos entre Turkmenistán y Pakistán a través de Afganistán, respaldadas por Washington, que casi reconoció al gobierno Talibán.
El gobierno interino es visto con cierto grado de sospecha por Pakistán e incluso por India, aunque ninguno de los dos gobiernos manifestaron públicamente sus preocupaciones debido al respaldo de Washington a Karzai.
Estados Unidos también podría dejar atrás un legado de narcóticos. En los años 80, Washington fue cómplice de comandantes patanes cultivadores de adormidera que financiaban su «guerra santa» contra la Unión Soviética mediante el opio y la heroína.
Pakistán liberó de la prisión, probablemente por insistencia de Washington, al barón de la droga Ayub Afridi, quien había cumplido apenas algunas semanas de una sentencia de siete años.
Anteriormente, Afridi había sido condenado en Estados Unidos, pero misteriosamente fue liberado. Se prevé que forjará alianzas entre comandantes patanes dispersos con quienes mantiene excelentes contactos.
Claramente, Estados Unidos está creando una segunda línea de defensa por si Karzai fracasa. Pero sus métodos son muy intrincados, y finalmente, serán los afganos quienes paguen el precio. (FIN/IPS/tra-en/pb/rdr/js/mlm/ip/01