PAKISTAN: El costo geopolítico de la alianza con Washington

Una de las víctimas de los atentados del 11 de septiembre en Estados Unidos fue la política amistosa de Pakistán ante el movimiento Talibán, que gobierna Afganistán, para asegurar su flanco occidental y concentrar sus fuerzas en el oriental, el frente de conflicto con India.

El presidente del régimen militar pakistaní, Pervez Musharraf, aseguró el lunes que «los días del Talibán están contados», en declaraciones a la emisora de radio y televisión británica BBC.

Es «probable que se produzca una confrontación tras la negativa del Talibán a entregar a Estados Unidos al saudita Osama bin Laden», líder de la organización islámica Al Qaeda (La Base), a quien el gobierno estadounidense considera principal responsable de los ataques terroristas del 11 de septiembre.

Las relaciones de Washington e Islamabad con el Talibán están llenas de paradojas, y la mayor de ellas es que el gobierno pakistaní había apoyado a ese movimiento fundamentalista islámico con el aval del anterior presidente estadounidense, Bill Clinton (1993-2001).

El Talibán conquistó la sudoccidental ciudad afgana de Kandahar en noviembre de 1994 y Kabul en septiembre de 1996.

En aquel momento, Washington consideraba que le convenía el acceso al poder del Talibán para contrapesar la influencia geopolítica del gobierno iraní, al cual consideraba la principal amenaza en la región para los intereses estadounidenses.

El Talibán recibió como huésped a Bin Laden en 1996 y dos años después fueron voladas en dos atentados las embajadas de Estados Unidos en Kenia y Tanzania. El gobierno de Clinton sostuvo que el saudita era responsable de esos atentados, y bombardeó supuestos campos de entrenamiento de Al Qaeda en Afganistán.

Con independencia de Bin Laden y de la cuestión afgana, el actual presidente estadounidense, George W. Bush, no había mostrado disposición a levantar las sanciones económicas impuestas a Islamabad en mayo de 1998, por la realización de ensayos de armas nucleares.

En aquel momento Estados Unidos también impuso sanciones a Nueva Delhi, por el mismo motivo, pero Bush parecía decidido a levantar sólo las que afectaban a India, en el marco de una política de acercamiento a ese país, y Washington alegó que la existencia de una dictadura militar en Pakistán desde octubre de 1999 desconsejaba normalizar relaciones.

Pero el rápido alineamiento de Islamabad con Washington en la «guerra contra el terrorismo» lanzada por Bush, tras los ataques del 11 de septiembre, fue acompañado por el fin de las sanciones contra Pakistán, debido a «intereses de seguridad nacional», según dijo el presidente estadounidense el 24 de septiembre.

Eso no sorprendió a la población pakistaní, acostumbrada a bruscos virajes de Washington como los que se produjeron en las últimas décadas, cuando Estados Unidos fortaleció sus vínculos con Pakistán para combatir la invasión de la Unión Soviética a Afganistán (1979-1989), y los debilitó luego.

Para muchos pakistaníes, el levantamiento de las sanciones contra el país demuestra que su aplicación no se relacionaba con principios sobre las armas nucleares o la promoción de la democracia, sino con el interés propio estadounidense.

Ahora es tarde para que Islamabad exprese su preocupación por el futuro político de Afganistán, luego de que Bush pidiera «cooperación de ciudadanos afganos cansados del Talibán» y entablara contactos con fuerzas opositoras a ese movimiento, para preparar su eventual sucesión.

El derrocado rey de Afganistán, Zahir Shah, y la Alianza del Norte, que combate contra el Talibán en la región nororiental de ese país, anunciaron el lunes un acuerdo para formar un gobierno de transición de dos años que suceda al Talibán cuando logren derrotarlo, y parece claro que Washington impulsó esa alianza.

Un artículo publicado el sábado por el diario estadounidense The New York Times señaló que Estados Unidos «afronta en Afganistán dos de las tareas militares más arduas de su historia: perseguir en su propio territorio a un líder enemigo y a sus compañeros terroristas, y reemplazar al régimen que los protege».

Islamabad debe comprender en la actualidad tres datos básicos de la situación.

En primer lugar, la resolución 1373 del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), aprobada por unanimidad el viernes, ordenó usar la fuerza contra el terrorismo y puede afectar la política pakistaní para el territorio de Cachemira, que disputa a India desde hace medio siglo.

El gobierno estadounidense dio a conocer el 25 de septiembre una lista de grupos a los cuales acusa de mantener vínculos con Bin Laden, y entre ellos estuvo Harkat-ul-Mujahideen, una de las organizaciones independentistas cachemiras alentadas por Islamabad.

Las cuentas bancarias de esos grupos en Estados Unidos fueron cerradas, y esa decisión fue imitada por los bancos pakistaníes.

La posición histórica de Islamabad sobre la cuestión de Cachemira se basa en resoluciones de la ONU que reconocieron el derecho a la autodeterminación de ese territorio, y es posible que la diplomacia pakistaní se vea en aprietos para mantener por completo esa posición.

El apoyo de Rusia a la campaña antiterrorista convocada por Bush fue recompensado con luz verde para que Moscú aplaste a los separatistas islámicos de la república rusa de Chechenia, e India desea que Washington incluya a los independentistas islámicos de Cachemira entre los terroristas que deben ser combatidos.

El ministro de Relaciones Exteriores indio, Jaswant Singh, planteó esa posición el martes en Washington al secretario de Estado estadounidense, Colin Powell.

En segundo lugar, Islamabad debe abandonar actuales ilusiones sobre su posibilidad de incidir para que la política de Washington en Afganistán beneficie a Pakistán, mediante el mantenimiento del Talibán en el poder o la instalación de otro gobierno con el cual pueda tener relaciones amistosas.

En tercer lugar, quedan pocas dudas de que la campaña internacional contra el terrorismo tendrá como blanco a organizaciones de musulmanes, y excluirá a otras que cometen actos terroristas en España, Irlanda o Indonesia.

El primer ministro de Italia, Silvio Berlusconi, expresó con franqueza la semana pasada su opinión sobre la «superioridad de la civilización occidental sobre la civilización islámica», y su confianza en que Occidente «conquistará» al Islam, como antes «conquistó al comunismo».

Otros gobernantes e influyentes analistas occidentales presionan para que la campaña antiterrorista se transforme en un «choque de civilizaciones» entre Occidente y el Islam, según la tesis planteada en 1993 por el académico estadounidense Samuel Huntington.

Bush no debería seguir los consejos de quienes desean transformar la guerra contra el terrorismo en un ejercicio de destrucción de naciones, que profundizaría la brecha entre Estados Unidos y el mundo musulmán, sino los de personas más sobrias y sensatas.

Una de ellas es Megawati Sukarnoputri, presidenta de Indonesia, el país musulmán más poblado del mundo, quien pidió al presidente estadounidense en Washington, poco después de los ataques del 11 de septiembre, «tener en cuenta los sentimientos del mundo musulmán, y no confundir al terrorismo con el Islam». (FIN/IPS/tra- eng/mh/js/mp/ip/01

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