EEUU: Política exterior, un generador de resentimiento

La arbitraria política exterior de Washington parece ser el factor determinante de la diferencia entre la imagen que Estados Unidos tiene de sí mismo y la que tienen otros países, especialmente los islámicos.

El presidente estadounidense George W. Bush, en un discurso el 11 de este mes, manifestó perplejidad ante «el fuerte odio hacia Estados Unidos en algunos países musulmanes».

«Como la mayoría de los estadounidenses, me cuesta creerlo, porque sé lo buenos que somos», dijo Bush.

Al día siguiente se registraron violentas protestas contra Estados Unidos en Pakistán, Nigeria, Indonesia, Egipto y Palestina.

Muchos visitantes extranjero perciben a Estados Unidos como una tierra que ofrece las oportunidades y la libertad que no tienen en su país de origen, y por eso es el destino más buscado por los emigrantes.

La franqueza, el humor y el trabajo duro que caracterizan al estadounidense medio le granjean afectos, pero estas virtudes no se exportan, sino que quedan limitadas al territorio nacional.

Así mismo, los ideales de libertad y democracia brillan a veces por su ausencia en la política exterior de Washington.

Después de todo, ¿qué tienen en común líderes como Mao Zedong, Ho Chi Minh, Gamal Abdel Nasser, Fidel Castro o Ahmed Sukarno? Que todos eran grandes admiradores de Estados Unidos y de su revolución antes de asumir el gobierno.

Todos ellos elogiaban la actuación y la ideología de Estados Unidos en el siglo XX, definida por el presidente Woodrow Wilson de apoyo al «derecho de autodeterminación» de los pueblos y colonias subyugadas, en tiempos de la primera guerra mundial.

El periodista estadounidense Edgar Snow, cuyo relato de la lucha del Partido Comunista chino, «Estrella roja sobre China», se convirtió en un clásico, lanzó al líder comunista Mao a la escena internacional.

Cuando Ho Chi Minh, fundador del Partido Comunista de Vietnam, declaró a su país independiente de Francia el 2 de septiembre de 1945, utilizó frases de la Declaración de Independencia de Estados Unidos sobre «el derecho inalienable de las personas a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad», a tal punto estaba inspirado por los ideales estadounidenses.

Antes del derrocamiento en julio de 1952 de la monarquía en Egipto, promovida por Nasser y otros 12 miembros del Movimiento de Oficiales libres, el entonces coronel egipcio tenía una estrecha relación con Estados Unidos, incluso con el jefe de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) en Medio Oriente de ese período, Kermit Roosevelt.

Roosevelt se comunicaba a escondidas con Nasser a través de Anwar el Sadat, quien luego sería también presidente de Egipto.

En Indonesia, Sukarno veneraba a Thomas Jefferson, el tercer presidente de Estados Unidos, y adornaba sus discursos con citas de él.

Y cuando Castro lanzó la Revolución Cubana, confiaba en que recibiría el apoyo de Washington.

Pero luego de llegar al poder, se dieron cuenta de que el Estados Unidos que admiraban y del que habían aprendido en libros de historia era muy diferente en la vida real.

Después, dos hechos marcaron lo que sería una tendencia de la polícia exterior de Washington.

En 1953, la CIA dio el primer golpe contra un régimen democrático por ser contrario a los intereses económicos de Estados Unidos. Se trataba del gobierno de Mohamed Mossadegh, en Irán, quien se había opuesto a los británicos y nacionalizado el petróleo.

Una década después, la CIA planificó el derrocamiento y asesinato del presidente de Vietnam del Sur, su antiguo aliado Ngo Dinh Diem, porque ya no servía a sus intereses.

Por esos y otros episodios, como la invasión de Guatemala en 1954, Estados Unidos pasó a ser considerado por varios líderes como una potencia inmoral y despiadada cuyos instrumentos de política exterior eran capaces de cualquier cosa, contra amigos o enemigos.

Fue quizá en este contexto que el ex canciller estadounidense Henry Kissinger dijo: «Ser enemigo de Estados Unidos es peligroso, pero ser su amigo puede ser fatal».

La imagen negativa de Estados Unidos se relaciona con su doble moral y su escaso respeto por la dignidad humana y los valores democráticos fuera del territorio nacional.

«Los niños mueren, pero nadie hace nada. Las casas son destruidas, pero nadie hace nada. Los sitios sagrados son violados, pero nadie hace nada. Estoy harto de la vida en este mundo de mortales», es el lamento de un poeta árabe publicado en el diario Al Hayat, de Londres.

El autor de esas líneas no es un radical islámico, sino el embajador de Arabia Saudita en Gran Bretaña, y los sentimientos expresados en ellas son casi universales entre los musulmanes, sean pobres o ricos.

La doble moral de Washington refuerza la hostilidad de los musulmanes. Por ejemplo, Estados Unidos insiste en la aplicación de las resoluciones de las Naciones Undias con respecto a Iraq, pero no con respecto a Israel.

Así mismo, Washington otorga a las bombas nucleares denominaciones religiosas, como la bomba «islámica» de Pakistán, y considera el terrorismo un monopolio del Islam.

Olvida, sin embargo, que Timothy McVeigh (autor del atentado de Oklahoma), Baruch Goldstein (el colono judío que asesinó a 29 palestinos en una mezquita en 1994) y los Tigres de Tamil (que asesinaron al ex primer ministro indio Rajiv Gandhi y perpetraron numerosos atentados en Sri Lanka), no son musulmanes.

La conspiración o connivencia de Washington para el debilitamiento del proceso democrático en algunos países es otro ingrediente clave del sentimiento contrario a Estados Unidos.

En 1960, el líder independentista Patrice Lumumba fue expulsado del gobierno de la actual República Democrática de Congo y reemplazado por el general Joseph Mobutu, considerado el hombre adecuado para imponer el orden por las multinacionales que operaban en el país.

En 1965, el general Suharto derrocó a Sukarno en Indonesia. Posteriormente, fueron masacrados unos 500.000 indonesios, muchos de los cuales figuraban en listas de izquierdistas suministradas por la embajada de Estados Unidos a los hombres de Suharto.

Y en 1973, el socialista Salvador Allende, presidente de Chile democráticamente electo, fue derrocado y se suicidó en un golpe militar respaldado por la CIA.

No sorprende que algunos pueblos atribuyan la injusticia, la represión, la pobreza y la corrupción reinantes en sus países a las acciones de Estados Unidos.

Sin embargo, no muchos estadounidenses eran conscientes del impacto de la política exterior de Washington sobre millones de vidas en el extranjero hasta el 11 de septiembre, el día de los atentados contra las torres gemelas de Nueva York y el Pentágono.

Un puñado de terroristas suicidas hicieron más daño a la autoconfianza de Estados Unidos que la segunda guerra mundial, el conflicto de Vietnam y la guerra fría juntas.

«Lo de hoy se trató de restaurar la confianza de los estadounidenses», declaró a la prensa el jefe de un escuadrón de Tomcat F-14 el 7 de este mes, luego de participar de los primeros ataques contra Afganistán en respuesta a los atentados en Nueva York y Washington.

Sin embargo, la confianza de los estadounidenses no debe recobrarse a expensas del mundo musulmán. La crisis debe ser manejada con paciencia, madurez y sabiduría.

De los numerosos periodistas occidentales que han llegado a Pakistán desde el 11 de septiembre, ni uno denunció hostilidades ni persecución por parte de las personas que encuentran en la calle, ni siquiera de los manifestantes contra Estados Unidos.

No existe animosidad personal contra los estadounidenses ni contra los occidentales en general. Sólo una fuerte crítica política y aversión ante la política exterior de Washington, que es la fuente del sentimiento anti-estadounidense. (FIN/IPS/tra-en/mh/js/mlm/ip/01

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