Parece haber una historia de amor correspondido entre los marineros filipinos y las prostitutas brasileñas que trabajan en la plaza Mauá, junto al puerto de Río de Janeiro.
Ellas los consideran los mejores clientes, los que regatean menos y los más afables. "Es fácil tratar con ellos", dijo Denize Dias Oliveira, de 36 años, que hace 15 se gana la vida ofreciendo sus servicios sexuales a los marineros extranjeros.
"Los blancos son fastidiosos. Nos niegan cigarrillos, nos tratan como putas. Los filipinos no, se portan como iguales, comparten todo", dijo Dias Oliveira.
En la plaza Mauá, siempre repleta de gente, autobuses y kioscos callejeros, los "blancos" son los europeos, norteamericanos y algunos latinoamericanos. Las prostitutas se dividen en grupos que atienden a los marineros de distintas nacionalidades.
La mayoría de las mujeres se dedican a los filipinos, convencidas de que es la mejor opción. A veces, esa preferencia se traduce en hijos, en algunos casos varios y de distintos compañeros.
A comienzos de este año, M, que trabaja en la plaza Mauá hace tres años, tuvo un bebé cuyo padre es un marinero filipino.
"El siempre me llamaba antes de llegar a un puerto brasileño y me pagaba el pasaje, en avión o autobús, para encontrarnos. Así vivimos cerca de un año", dijo M. Hoy, su compañero navega por otras partes del mundo, pero sigue llamándola por teléfono con frecuencia.
La preferencia es recíproca. "Las brasileñas son más cariñosas", dijo un ex militar filipino de casi 50 años, con 14 de vida marinera, que eligió llamarse Vicente Pérez para esta entrevista.
"En los cinco puertos brasileños donde he estado, las chicas hablan tagalo, lo que no ocurre en otras partes del mundo", comentó. El tagalo, principal lengua nacional de Filipinas, facilita el acercamiento y la comunicación con los marinos que conocen apenas los rudimentos del portugués y el inglés.
Al marinero de 25 años que eligió llamarse Elmer Cabante, aún tímido en su primera salida al exterior, le encantaron las mujeres brasileñas porque "son bonitas y amigables", además de comunicativas.
Sin embargo, la inclinación de las prostitutas de la plaza Mauá por los filipinos no los exime de críticas. "Muchos se niegan a usar condones", coincidieron las mujeres. "Con alguna insistencia se logra convencerlos, pero se pierde un cliente que la próxima vez elegirá a otra", contó Denize.
La resistencia cultural al condón es agravada, en este caso, por el temor al fracaso sexual, explicó Antonio Carlos Sousa Junior, médico de los marinos del puerto de Río de Janeiro hace 14 años.
El vigor de los hombres mengua por el agotador trabajo en el buque, el alcohol bebido antes de la cita y la culpa por pagar una compañera sexual. Así, tienden a ver en el condón una amenaza adicional a su desempeño.
A bordo de un barco, con los turnos acelerados y pocas horas de descanso, la fatiga se acumula. Por eso, cuando regresan a su hogar, los marinos suelen dormir dos días enteros para sólo entonces comenzar a disfrutar las vacaciones, dijo Souza Junior.
El cansancio y la inexperiencia originan accidentes, que constituyen la principal causa de problemas médicos entre los marinos, desde torsiones y heridas leves hasta graves quemaduras y amputaciones, indicó Sousa Junior.
También son frecuentes la depresión y las enfermedades dermatológicas por falta de higiene personal. Los filipinos sufren, además, una tendencia a la hipertensión y verminosis, comprobó el médico.
Las enfermedades venéreas se redujeron mucho gracias al uso de condones y también por la abstinencia sexual, pues los navíos redujeron su permanencia en los puertos, a pocas horas en muchos casos.
Pérez y Cabante aseguraron que solo practican el sexo seguro (con preservativo), porque no pondrían en peligro su salud ni la de sus compañeras.
Pérez es casado y tiene dos hijos recién salidos de la adolescencia a los que extraña mucho. Su trabajo lo mantuvo siete meses en Brasil, y la empresa naviera que lo contrató tiene problemas que postergarán su regreso a Filipinas otros siete meses más. Además, su salario se redujo de unos 1.800 dólares mensuales a 1.500.
Su opción por la vida marinera fue puramente salarial: este trabajo le permite ganar tres veces lo que obtenía en su país. No le gusta esta vida y le molesta, como jefe de un equipo de limpieza, tener que lidiar con algunos de sus 10 subordinados. Piensa volver a Filipinas cuando termine su contrato para instalar un pequeño comercio con sus ahorros.
En cambio, Cabante es un marinero vocacional. "Me gusta el mar", dijo, e incluso cursó estudios universitarios para estar preparado. Como timonel, gana apenas 700 dólares mensuales, pero es más del triple que lo que obtendría en Filipinas.
Soltero, pretende fundar una familia en su país, a pesar de los largos periodos que vivirá lejos. El cine y la televisión, especialmente los dibujos animados, lo ayudan a soportar la monotonía y escasa convivencia con otras personas en el buque.
En los próximos meses, trabajando en navíos que transportan automóviles, podrá divertirse también con las chicas de la plaza Mauá dedicadas a los filipinos.
"Somos unas 20, pero fuimos muchas más", estimó Denize Oliveira. Muchas se fueron a España, donde sufrieron mucho al comienzo, pero algunas lograron prosperar allí e incluso casarse.
Oliveira calcula que cerca de 80 prostitutas ofrecen actualmente sus servicios en la plaza. Las dedicadas a los filipinos cobran cerca de 50 dólares por un "programa", el doble por toda la noche, pero hay que "negociar siempre", pues algunos "quieren pagar solo 20", dijo.
Los encuentros se concretan en los hoteles cercanos, en la casa de las mujeres o a veces en el mismo buque, "si el comandante lo permite".
El puerto de Río de Janeiro cambió mucho en los últimos 10 años. Antes, los marinos se quedaban varios dias allí, mientras se descargaban y cargaban los navíos, y alimentaban los negocios del área portuaria, la prostitución, el comercio turístico, los clubes nocturnos y los hoteles.
La reducción de costos y los avances tecnológicos del transporte marítimo, en especial el uso del contenedor, redujeron la permanencia en el puerto a pocas horas.
Muchas veces, los marineros ni siquiera desembarcan, observó Milton Ferreira Tito, director ejecutivo del Sindicato de Agencias de Navegación Marítima de Río de Janeiro.
En consecuencia, la plaza Mauá entró en decadencia. Cerraron varios clubes nocturnos, también afectados por el temor al sida.
En ese panorama incidió, además, la desaparición de las grandes empresas brasileñas de navegación, sustituidas por extranjeras y por la expansión de las "banderas de conveniencia".
Se trata de embarcaciones registradas en países como Liberia y Panamá con el fin de esquivar las leyes, regulaciones y los derechos laborales de otros países, se quejan los sindicalistas brasileños.
Ese proceso redujo a cerca de 20.000 los marinos brasileños que trabajan en las costas del país y en transporte de larga distancia.
Los sueldos, que antes permitían algún ahorro y esparcimiento, son ahora de supervivencia, se lamentó Alberto de Souza Negrao, secretario general de la Federación Nacional de los Trabajadores en Transporte Acuaviario, que representa también a otros 200.000 pescadores y operarios fluviales.
En lucha contra las "banderas de conveniencia", que "permiten incumplir las leyes laborales y no genera empleos ni desarrollo en el país", los sindicalistas se quejan de la proliferación de la "mano de obra barata" y que acepta pésimas condiciones de trabajo.
Entre los marineros "baratos" figuran los filipinos.
Los sindicatos brasileños lograron en 1996 que en los pocos navíos de bandera nacional que quedan todos los trabajadores a bordo sean brasileños. Y los barcos extranjeros que naveguen más de 90 días en aguas nacionales tienen que emplear un tercio de brasileños.
Pero eso no impidió la caída de los salarios y que los empresarios sigan abaratando sus costos en desmedro de los aportes sociales, las vacaciones y otros derechos, que los marineros, más que otros trabajadores, deberían tener asegurados, según Negrao.
La vida en el mar exige la renuncia a la vida social, con largos periodos sin ver a la familia ni a los amigos. La mujer del marino es "una viuda con su marido vivo", y sus hijos son "huérfanos de hecho", definió el sindicalista, hombre de mar desde 1979 y hace cuatro años en tierra como sindicalista.
Cuando el buque arriba a puerto, los marineros tienen más necesidad de gozar de convivencia normal con otras personas que de mantener relaciones sexuales.
Una institución misionera católica, Stella Maris Seamen's Club, presta asistencia social, religiosa y de todo tipo a los marineros en numerosos puertos del mundo. En Santos, el principal puerto brasileño, el sacerdote católico Olmes Milani lleva 15 años ayudando a los trabajadores del mar.
"Cerca de 30 por ciento son filipinos", pero ahora son sustituidos por otros asiáticos, de Bangladesh, India, Pakistán, Sri Lanka y de islas pobres, que hoy constituyen mano de obra aun más barata, dijo Milani, un brasileño que cumplió misiones en Canadá, Estados Unidos y México.
Los navíos azucareros, que son más viejos, eran siempre operados por filipinos y hoy se mezclan a bordo de ellos marinos de cuatro o cinco nacionalidades, ejemplificó.
Pero tanto los filipinos como los demás sufren pésimas condiciones de trabajo, de seguridad y de higiene, con salarios bajos y frecuentemente "maltratados como si fueran animales por sus comandantes, en general europeos", observó Milani.
La modernización de los buques y puertos redujo el tiempo de navegación, pero los viajes se alargaron para los marinos porque se suman la ida y la vuelta sin un descanso en tierra. También se redujo la tripulación y cada marinero se encarga de varias tareas, lo que agrava el estrés y el aislamiento.
Es imposible desarrollar amistades con compañeros que cambian cada semestre. La soledad y la inestabilidad laboral llevan a la depresión, apuntó el misionero, quien fue testigo de dos suicidios de marinos filipinos en Santos. Uno se ahorcó y el otro se arrojó al mar agitado para estrellarse contra las rocas.
La experiencia de Stella Maris Seamen's Club, que atiende y acoge en sus alojamientos a marineros en dificultades, comprende también la asistencia de filipinos presos en el exterior, que quedan años lejos de su familia y con escasas posibilidades de comunicación.
Milani confirmó que los filipinos son negligentes en materia sexual protegerse y que las prostitutas de Santos, al igual que las de Río de Janeiro, se quejan de que no les gusta usar condones.
Oriundos de una sociedad recatada, "represora" en las costumbres y en relación con el sexo, los filipinos suelen "soltarse en el exterior", en especial si la población es acogedora y abierta, como la brasileña, concluyó. (FIN/IPS/mo/mj/pr lb/01