Las relaciones entre Estados Unidos y Tajikistán, Turkmenistán y Uzbekistán cambiarán profundamente si esos países de Asia central se convierten en aliados de primera línea de Washington en su inminente guerra contra Afganistán.
El gobierno de George W. Bush aún no explicó qué tipo de presencia pretende en esos tres países fronterizos con Afganistán, qué apoyo espera de sus gobernantes ni qué precio está dispuesto a pagar por su respaldo.
Muchos de estos detalles quizá no se sepan hasta que acabe la campaña militar inicial. No obstante, se sabe bastante como para preocupar a numerosos observadores.
En Tajikistán persisten las disputas con trasfondo religioso entre clanes, aunque se logró un proceso de paz que incluye la incorporación al gobierno de grupos islámicos.
Así mismo, el gobierno de Dushanbe debió utilizar valiosos recursos para contener las incursiones de rebeldes basados en Afganistán cuya lucha contra el gobierno de Uzbekistán se extendió a través de la frontera tajika.
La prioridad que otorgó el gobierno a las necesidades de seguridad estancó las reformas políticas y limitó la actividad económica.
Rusia tiene instalados aproximadamente 10.000 soldados en Tajikistán para patrullar la frontera con Afganistán y mantener a los rebeldes y refugiados fuera del territorio tajiko.
Tajikistán también comparte fronteras con China. Moscú y Bejing contribuyen en cierta manera en el combate al Talibán, pero ninguno desea que Washington se instale en Asia central como parte de su guerra contra el terrorismo en general y contra Afganistán en particular.
El régimen fundamentalista islámico del Talibán, que gobierna la mayor parte del territorio afgano, decidió no expulsar del país al extremista saudita Osama bin Laden, como pretende Estados Unidos.
Estados Unidos acusa a Bin Laden de ser el principal sospechoso de los atentados que el día 11 destruyeron las torres gemelas del World Trade Center en Nueva York y demolieron parcialmente el edificio del Pentágono (Departamento de Defensa) en Washington.
Turkmenistán aseguró vagamente a Washington su apoyo. El territorio turkmeno abarca desde el mar Caspio hasta la frontera con Afganistán.
Como mínimo, Washington querrá tener derechos de vuelo sobre el territorio turkmeno, según analistas de Stratfor Inc, una compañía comercial de inteligencia política y militar, con sede en Austin, estado de Texas.
Pero si la guerra también se libra en el plano terrestre, Turkmenistán sería un valioso escenario. Desde allí ingresaron las fuerzas soviéticas a Afganistán, en su invasión de 1979.
Uzbekistán ha indicado que está dispuesto a discutir todo tipo de cooperación con Estados Unidos. El país tiene una base aérea cerca de la frontera afgana y podría proporcionar una plataforma valiosa para las incursiones terrestres porque el territorio afgano junto a su frontera está controlado por la Alianza del Norte, que lucha contra el Talibán.
A pesar de sus vínculos con Moscú y Beijing, estos países podrían apoyar a Washington si reciben la debida ayuda militar y de inteligencia, créditos y la promesa de visitas de estado y otros gestos simbólicos por el estilo, aseguran ex oficiales y funcionarios de inteligencia en Stratfor.
Pero quizá no sea tan sencillo.
La guerra de Washington contra el terrorismo, sobre todo del tipo islámico, podría legitimar la represión política en algunos países, advirtió la organización de derechos humanos Human Rights Watch (HRW).
En una carta abierta al secretario de Estado Colin Powell, HRW advierte que «algunos gobiernos podrían aprovechar cínicamente esta causa para justificar la represión interna de presuntos opositores políticos, 'separatistas' o activistas religiosos, previendo que ahora Estados Unidos se mantendrá en silencio».
El riesgo de este tipo de oportunismo podría ser mayor en Uzbekistán, donde el gobierno de Islam Karimov encarceló y torturó en los últimos años a miles de musulmanes no violentos por practicar su religión fuera de los controles del Estado.
Washington comenzó a enviar personal militar al país para preparar sus operaciones en Afganistán.
El gobierno estadounidense agregó al Movimiento Islámico de Uzbekistán, acusado de detonar autos bomba y de atacar a civiles, a su lista oficial de organizaciones terroristas el 15 de septiembre, cuatro días después de los atentados contra Nueva York y Washington.
Uzbekistán y Tajikistán reprimen incluso formas apolíticas de práctica y organización religiosas, vistas como amenazas a las elites gobernantes, según el Grupo de Crisis Internacionales, un centro de investigación especializado en la resolución de conflictos, con sede en Bruselas.
Esta actitud sólo ha sido reforzada por China, Estados Unidos y Rusia. Beijing y Moscú combaten sendos grupos separatistas musulmanes en la provincia de Xinjiang y la repúbica de Chechenia, respectivamente.
Tajikistán y Uzbekistán también padecen graves problemas económicos, mientras aumenta el descontento social debido a la brecha existente entre las elites, que se benefician de las privatizaciones y otras reformas de mercado, y las mayorías que son empujadas a la desesperación económica.
«En algunas localidades hay indicios de que se está llegando a un punto de quiebre», advirtió un informe del GCI.
«En ese caso se prevén insurrecciones espontáneas u actividades políticas clandestinas, crecientes actos guerrilleros y una mayor voluntad para derrocar a los regímenes actuales. La fuerza social más peligrosa es una población desesperada con poco para perder», agregó el informe.
En otras palabras, la ayuda económica y los préstamos sólo avivarían el fuego de la revolución al incrementar la desigualdad y la corrupción.
La pregunta es si Washington tiene el interés suficiente en la región para hacer inversiones importantes no sólo en la seguridad militar, sino también en las economías locales, y de manera que no aumente la desigualdad ni el descontento. (FIN/IPS/tra-en/aa/aq/ip/01