La organización ambientalista Greenpeace cumple 30 años este 15 de septiembre con mucho que celebrar: fama, influencia y una historia de rasgos épicos. Pero también con algunos achaques: pérdida de afiliados y críticas por su presunto extremismo y superficialidad.
Greenpeace nació en 1971, cuando 12 activistas a bordo de un viejo barco de madera lograron postergar una prueba nuclear de Estados Unidos en Alaska. Treinta años después, el grupo tiene más de tres millones de donantes, seis barcos y presencia en 39 países.
Sus acciones, a menudo teatrales y arriesgadas, son irresistibles para los medios de comunicación, uno de los objetivos centrales del grupo.
Practicar la «resistencia civil no violenta» como último recurso para defender el ambiente es la estrategia de Greenpeace. Pero también exige a sus activistas la investigación de cada tema que abordan, el trabajo con comunidades locales y la búsqueda de cambios en legislaciones nacionales, según afirman.
«Me alegra que Greenpeace cumpla 30 años. El valor de esta organización radica en ser un vocero internacional de los problemas del planeta. Su fuerza está en ser una voz autorizada y reconocida por los gobiernos», dijo a Tierramérica Jenia Jofré, presidenta del Comité Nacional Pro Defensa de la Fauna y Flora de Chile.
Pero no todos hablan bien de la organización. Patrick Moore, uno de sus primeros dirigentes, declaró el año pasado que Greenpeace está «dominado por izquierdistas y extremistas que desatienden la ciencia».
En agosto, el subsecretario (viceministro) de Agricultura de México, Víctor Manuel Villalobos, afirmó que quienes se oponen a la producción transgénica de alimentos, como Greenpeace, «viven de vender terrorismo ecológico».
Para el periodista brasileño Vilmar Berna, que en 1999 ganó el premio Global 500 del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, el afán de impresionar a los medios de comunicación parece llevar en ocasiones a Greenpeace a relegar el trabajo científico.
«La divulgación a veces no espera una maduración, la comprobación científica con profundidad», y entonces, las empresas pueden «cuestionar las denuncias, tergiversar y contraatacar a los ambientalistas», declaró Berna a Tierramérica.
Pero «estas observaciones críticas no quitan méritos a Greenpeace, ojalá hubiera otras organizaciones con su capacidad internacional», puntualizó.
El grupo ambientalista, que sostiene sus finanzas de la contribución de donantes, entre los que no admite gobiernos, empresas privadas ni iglesias, asegura que todas sus acciones se basan en la investigación y que su presunto extremismo es una acusación sin fundamento.
Greenpeace logró en los años 80 unos cinco millones de afiliados y desde entonces la cantidad ha disminuido, hasta los tres millones con que cuenta ahora. No obstante, sus iniciativas no perdieron fuerza ni trascendencia.
Sus denuncias pusieron sobre el tapete en las últimas tres décadas múltiples problemas ambientales y dieron origen a reformas legislativas, medidas gubernamentales y tratados internacionales, reconocen sus críticos.
Sus dirigentes recuerdan con una mezcla de orgullo y rabia que la importancia de su accionar llegó a ser tal, que en 1985 el servicio secreto de Francia, cansado de su oposición contra las pruebas nucleares, dinamitó un barco de la organización, matando a uno de sus activistas.
Greenpeace está presente en América Latina desde 1987, cuando abrió una oficina en Argentina. Luego se instaló en Brasil, en 1992, y en México y Chile, en 1993. Se trata de oficinas pequeñas y los voluntarios que la apoyan son escasos en relación a otras zonas del planeta, aunque acumulan ya un grueso expediente de iniciativas.
En Argentina, donde tiene un equipo permanente de 23 personas, 100 voluntarios y 18.000 donantes, Greenpeace se atribuye haber detenido la construcción de un basurero nuclear, impulsado la promulgación de una ley sobre energía eólica y alentado la fabricación de refrigeradores que no dañan la capa de ozono.
«Greenpeace no ha cambiado la situación ambiental de Argentina, pero tampoco la ha dejado como antes», expresó Oscar Soria, director de Comunicaciones de Greenpeace en ese país. En Argentina, al igual que en Brasil, Chile y México, los militantes de Greenpeace sorprenden periódicamente a los medios de comunicación con acciones llamativas.
En México, donde su oficina tiene 17 personas de planta y cuenta con alrededor de 3.000 donantes y 12 voluntarios, la primera acción de Greenpeace fue colocar una máscara de gas en el rostro de una famosa estatua del centro de la capital, para denunciar la contaminación del aire.
En Chile, donde el equipo de Greenpeace es de 10 personas y tiene 1.400 donantes, se atribuye la cancelación de proyectos de incineradores industriales.
En su oficina de Brasil, en tanto, trabajan 28 personas, y hay 14.000 donantes. Allí, los activistas afirman que lograron bloquear la siembra de soja transgénica y destacan su campaña en defensa de la Amazonía.
«Nosotros no necesariamente compartimos sus métodos y estilo, ni las preocupaciones que ellos consideran centrales (…) su mérito está en su activismo respecto de los problemas globales», manifestó la presidenta del Comité Nacional Pro Defensa de la Flora y la Fauna, de Chile. (FIN/TA/dc/ff/en/01