JAPON: Activistas defienden a trabajadores inmigrantes ilegales

Cientos de miles de asiáticos han llegado a Japón en los últimos años con el sueño de ganar más dinero que en sus países de origen, y muchos de ellos son víctimas de un sistema legal que los discrimina, según activistas humanitarios.

La policía japonesa arrestó a 12.711 extranjeros en 2000. En 54 por ciento de los casos, el motivo fue la permanencia en el país más allá del tiempo permitido por sus visas, pero el número de detenidos por delitos graves como asesinato o robo aumentó 53 por ciento en relación con 1999, con un total de 674.

Según el Centro de Migración Asiático, una organización no gubernamental con sede en Hong Kong, en la actualidad residen en Japón más de 250.000 trabajadores indocumentados de otros países, de los cuales 90 por ciento provienen de otras naciones asiáticas.

Muchas de esas personas son trabajadores no calificados que sobrepasaron su plazo legal de permanencia o ingresaron a Japón con pasaportes falsificados, atraídas por la fortaleza del yen, que les daba la posibilidad de ganar 10 veces más que en empleos industriales en sus países de origen.

Entre los puestos de trabajo más buscados por esos inmigrantes están los de la lucrativa industria del entretenimiento, las fábricas, la construcción y los establecimientos agrícolas.

La industria del entretenimiento es la que brinda más puestos de trabajo a las mujeres provenientes de Filipinas y Tailandia, las cuales se dedican en su mayor parte al servicio doméstico cuando emigran a otros países de Asia, según el Centro de Migración Asiático.

El caso de la filipina Rosal Manalili, condenada por asesinato y presa en una cárcel de Tokio, ilustra los problemas a los cuales están expuestos los inmigrantes.

Manalili tenía 14 años cuando se trasladó desde su país a Japón en 1986, con la esperanza de convertirse en una cantante profesional, pero desde 1999 está recluida en una pequeña celda sin calefacción de la cárcel de Kochisho, la mayor de Tokio, donde también permanecen detenidos los condenados a muerte.

El tribunal del distrito de Chiba la condenó a ocho años de prisión con trabajos forzados por considerarla culpable del asesinato en 1998 de su novio japonés, con quien vivía.

El mismo tribunal dispuso que la única hija de Manalili quedara en custodia de la familia del padre japonés de la niña, de quien la condenada estaba separada.

Manalili sostuvo durante su juicio que era inocente, pero los jueces la condenaron con base en una confesión de culpabilidad obtenida por la policía antes del proceso.

«Rosal dijo que había apuñalado a su novio tras 120 horas de interrogatorio durante los 10 días en los cuales permaneció detenida por la policía», señaló el abogado de Manalili, Masako Shinna.

Las leyes de inmigración japonesas permiten otorgar visas de seis meses para trabajar en la industria del entretenimiento, y la mayor parte de las personas que reciben esas visas son mujeres filipinas con 18 o más años de edad, pero muchas otras ingresan al país sin visa en busca de empleos en esa industria.

Es frecuente que mujeres inmigrantes descubran tras su llegada al país que fueron engañadas con ofertas de trabajo, y se vean obligadas a ejercer la prostitución, bajo amenazas de castigo físico y sin recibir remuneración, en bares y burdeles controlados por organizaciones criminales.

Japón es el país donde más mujeres asiáticas brindan servicios sexuales, con más de 150.000 mujeres de otros países de Asia en esa actividad, según datos recogidos por la Coalición contra el Tráfico de Mujeres en Asia-Pacífico, una organización no gubernamental (ONG) con sede en Manila.

Esa ONG indicó en un estudio, por ejemplo, que sólo en una de las zonas de Tokio resrvadas para el ejercicio de la prostitución, con un área de 0,34 kilómetros cuadrados, hay 3.500 establecimientos dedicados a distintas formas del comercio relacinado con el sexo.

Manalili admite que mintió sobre su edad cuando pidió una visa para ingresar al país. «Quería dejar atrás mi vida de pobreza en Manila, y estaba muy entusiasmada porque era la primera vez que iba a viajar en un avión», dijo a su consejero en la cárcel.

Cuando llegó a Tokio, obtuvo con facilidad un empleo en un bar donde trabajaba desde las 18 horas a las 2 de la mañana, seis días a la semana. Sus tareas incluían coquetear con los clientes varones y lograr que consumiweran bebidasm, y le pagaban 100.000 yenees (unos 833 dólares) por mes.

Ese dinero era «mucho más que el que podía soñar con ganar en Manila», explicó.

En 1993, Manalili se casó con un japonés con quien tuvo a su hija, pero luego se separó de él porque la golpeaba, y asegura que fue ese hombre quien asesinó a su novio en 1998, por celos.

La presa presentó una demanda por daños y perjuicios contra el tribunal de distrito que la condenó, con el argumento de que su detención por parte de la policía fue injusta, y su abogado apeló la sentencia.

La Comisión Ad Hoc por Rosal, formada por trabajadores sociales cristianos, consejeros de trabajadores extranjeros indocumentados y ciudadanos de Chiba, reúne fondos para apoyar a Manalili e impulsa el envío a jueces de un pedido de reconsiderar su caso en forma justa, además de brindar apoyo afectivo a la presa.

Charles Jilton, uno de los activistas involucrados en la campaña, afirmó que Manalili es víctima de la injusticia del sistema penal japonés, el cual brinda escasa protección de los derechos humanos de los trabajadores extranjeros indocumentados.

Jilton opina, al igual que otros activistas humanitarios, que el sistema judicial del país se apoya demasiado en confesiones obtenidas por la policía, y asegura que los interrogatorios policiales llevan a los sospechosos al borde de su resistencia para forzarlos a declararse culpables.

Esos interrogatorios se llevan a cabo en forma ininterrumpida durante muchas horas, sin permitir que los detenidos se alimenten o descansen en forma adecuada, afirmó.

«La crueldad del sistema es mayor en casos de mujeres jóvenes como Rosal, quienes tienen importantes dificultades para expresarse en japonés y están asustadas y confundidas durante los interrogatorios, los cuales se convierten en una forma de tortura que no debería existir en un país avanzado como Japón», añadió.

Los críticos sostienen que los extranjeros que trabajan en forma ilegal son presas fáciles para la policía y temen ser deportados, por lo cual muchas mujeres se casan con japoneses para obtener seguridad.

HELP, una ONG que ofrece refugio y otras formas de asistencia a inmigrantes, informó que sus locales están colmados de mujeres que tratan de escapar de la violencia doméstica de sus esposos o de abusos de sus patrones.

«La vulnerabilidad legal de esas mujeres las transforma con facilidad en víctimas de discriminación institucional de género y cultural», apuntó Shinna.

Los activistas piden que el gobierno cambie las actuales leyes de inmigración y otorgue visas de trabajo a los inmigrantes, quienes desempeñan un papel crucial en la economía japonesa, al realizar tareas mal remuneradas que los japoneses tratan de evitar. (FIN/IPS/tra-eng/sk/js/hd/01

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