NEPAL: Una paz difícil en zona bajo control guerrillero

La paz retornó a este pequeño pueblo del oeste de Nepal desde que cayó hace dos años bajo control del insurgente Partido Comunista, aunque muchos habitantes siguen con miedo y temen decir lo que realmente piensan.

Tras un paisaje bucólico y en aparente paz, el distrito rural de Rolpa, en el oeste de este país himalayo, vive bajo control de la guerrilla maoísta luego del retiro de las fuerzas gubernamentales.

Las aguas transparentes del ancho río pasan sobre los campos maduros de trigo y las parcelas cultivadas con coles en la pequeña villa de Madichaur. Las ovejas van a pastar, mientras los niños marchan a la escuela cargando sus libros.

Pero el panorama no fue siempre tan pacífico. Apenas dos años atrás, las balas y las bombas golpeaban Madichaur casi a diario, cuando la guerrilla de la izquierda radical combatía contra las fuerzas de seguridad.

La paz volvió al pueblo desde que éste se encuentra bajo control de los rebeldes, conocidos como Partido Comunista de Nepal, de orientación maoísta.

Madichaur es una de las zonas del oeste nepalés donde los maoístas mantienen un gobierno paralelo.

El pueblo pertenece al distrito de Rolpa, uno de los lugares desde donde los disidentes lanzaron, hace cinco años, su violenta campaña para reemplazar a la monarquía constitucional del pequeño reino de los Himalayas por un gobierno republicano.

Según las cifras oficiales, la violencia política causó hasta ahora la muerte de 1.600 personas. Los insurgentes controlan grandes áreas de cuatro distritos del país (Rolpa, Rukum, Jajarkot y Salyan) en las colinas occidentales de Nepal.

En total, 35 distritos están afectados por la actividad insurgente, lo cual ha impedido varios intentos de resolver políticamente el conflicto.

La policía abandonó la región, retirándose al cuartel general del fortificado distrito de Libang, a tres horas de camino del poblado de Madichaur.

En el pequeño bazar del pueblo, una suerte de tienda de ramos generales, la rutina diaria no parece afectada.

«La vida ha sido pacífica desde que el 'chowki' (puesto policial) se retiró, hace un año y medio», dice Mansaram Pun, el propietario de la tienda.

«Estábamos atrapados entre los maoístas y la policía. Temíamos constantemente por nuestra vida. No podíamos movernos libremente», agrega.

Ahora, Pun y su esposa no tienen que preocuparse, siempre que paguen su «impuesto» de cien rupias (algo más de un dólar) a los maoístas.

Además de los «impuestos, los pobladores dan comida a los rebeldes y asisten a sus reuniones. Ocasionalmente deben trabajar en la construcción de puentes o en la reparación de caminos».

«Todo el mundo en el pueblo brinda apoyo en dinero o en especies. Nadie puede ser diferente. Hay temor. Ellos están armados», dice Pun.

Desde el comienzo del conflicto, en 1996, la mayoría de los jóvenes dejaron la villa para no caer en manos de la policía o ser reclutados por los maoístas.

Las patrullas maoístas con uniformes de camuflaje recorren el pueblo usando cintos y botas tomados de la policía.

«Nunca fuimos clandestinos para la gente, sino para las fuerzas reaccionarias», dice un joven maoísta de 27 años, Bidrohi, mientras levanta el puño a la manera del «saludo rojo», o 'lal salaam', ante un grupo de niñas de escuela que pasa frente a él.

Sus camaradas son jóvenes que abandonaron la escuela secundaria, granjeros semianalfabetos o antiguos integrantes de partidos políticos de Nepal.

Los guerrilleros patrullan las escarpadas colinas que rodean el pueblo, instalan emboscadas contra la policía, interrogan a los extraños y cobran impuestos en dinero y especies de los pobladores locales.

«Cuando no estamos de guardia, dejamos las armas para trabajar en las granjas comunitarias o ayudar a los pobladores que lo necesitan», dice el camarada Sujhav mientras emplea su «khukuri» (daga tradicional de Nepal) para hacer estacas de bambú y reparar el techo de una casa de la villa.

Sujhav es el líder de un grupo de once milicianos, entre los cuales también hay mujeres, como Man Kumari Pun, una joven de 22 años, integrante de la Organización Maoísta de Mujeres «Mahila Saghathan».

«Si necesitan refuerzos, puedo tomar un arma. Mi esposo murió pero hay miles prontos para tomar su lugar. Debemos continuar la guerra», dice Pun, madre un niño de cinco años.

Ella es una de las centenares de mujeres de la región que se han unido a la «guerra popular». Se estima que un quinto de los combatientes son mujeres.

Otras rebeldes trabajan en la retaguardia. «No tengo que llevar un arma», dice la camarada Barsha, sentada entre un grupo de mujeres.

«Solíamos estar restringidas al hogar. La revolución hizo que tomáramos conciencia de nuestro derecho a la educación, a la propiedad y a recibir igual trato que los hombres», agrega.

Los pobladores tienen mucho miedo de expresar lo que realmente sienten. «No quiero morir, así que hago lo que ellos dicen», admite el ex soldado Hasta Muni Pun, perteneciente a la famosa comunidad marcial Gurkha de Nepal.

Hasta Muni es uno de los pocos que volvió a su hogar en la villa luego que los maoístas corrieron la voz de que no habría represalias.

«Tanto los maoístas como la policía amenazan y someten a la gente», dice a pesar de que su esposa le advierte que no hable.

Muchos antiguos habitantes del pueblo viven ahora en el distrito fortificado de Libang, donde permanecen estacionados más de 200 policías y un batallón del ejército.

Algunos de ellos figuran en la «lista negra» de los maoístas, como Bhim Kumari Buda, quien cuenta con escolta policial cada vez que sale de su casa. Buda fue acusada por los rebeldes de ser informante de la policía y culpada de la muerte de más de una docena de combatientes.

Según el juez de Rolpa, Nilkantha Upadhyay, la calma es engañosa. «Escondidos tras la paz aparente, creo que están rearmando su fuerza», dice refiriéndose a los insurgentes.

La corte del distrito Rolpa rara vez recibe un caso judicial, pues los reclamos legales son atendidos por la Corte Popular Maoísta.

Esta corte paralela imparte justicia en prácticas como la poligamia, costumbre habitual en la zona. El alcoholismo también es castigado. De hecho, el distrito de Rolpa esta casi «libre de alcohol». Los bebedores del pueblo han recuperado la sobriedad.

No obstante, otros servicios estatales siguen funcionando. Los funcionarios de la salud, los técnicos agropecuarios y los de suministro de agua tienen mucho trabajo.

«La agricultura no se ha visto afectada. La gente busca asesoramiento para la cría de animales, las siembras y las cosechas, incluso para las granjas comunitarias», dice Reeshi Ram Bhandari, experto en agricultura que trabaja en Rolpa desde hace 12 años. Los rebeldes saben que deben confiar en los servicios de salud del gobierno, así como en otros servicios básicos que son vitales en una de las regiones menos desarrolladas de Nepal.

Incluso antes de que estallara la insurgencia, Rolpa se encontraba en el puesto 60 entre todos los distritos de Nepal en materia de desarrollo humano, con una expectativa de vida de 52 años y una tasa de mortalidad infantil de 130, muy inferior al promedio nacional.

«Tan pronto como se convencen de que no somos informantes, nos dejan hacer nuestro trabajo», dice el oficial de salud Chitra Jung Shahi.

Los maoístas se interrumpieron dos veces el diálogo con el gobierno. Sin embargo, en los últimos años, los insurgentes redujeron su aspiración inicial de poner fin a la monarquía en este país. (FIN/IPS/tra-en/rl/mu/dc/ip-hd/01

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