ESTADOS UNIDOS: Todos contra todos en el mundo según Bush

El presidente de Estados Unidos, George W. Bush, impulsó esta semana la política exterior hacia una nueva dimensión, alejada del optimismo de su predecesor Bill Clinton y de la visión moderada de su propio canciller, Colin Powell, y más cercana al universo hobbesiano de Richard Nixon.

La cuestión ahora es si continuará en esa dirección y si, en tal caso, arrastrará al mundo junto con él.

La transformación se hizo evidente tras la cumbre el miércoles entre Bush y su par surcoreano Kim Dae Jung, cuyos esfuerzos visionarios para la reconciliación con Corea del Norte le valieron el año pasado el Premio Nobel de la Paz.

Bush manifestó a Kim que no tenía apuro alguno por reanudar las conversaciones con Kim Jong Il, el presidente de Corea del Norte, sobre la congelación del programa de misiles de Pyongyang o cualquier otro punto que pudiera apresurar un acuerdo final de paz.

La reunión no sólo significó un desaire a Kim, sino que marcó un aparente repudio a lo que se consideraba uno de los mayores éxitos de la política exterior de Clinton: la neutralización gradual de un régimen considerado hasta hace poco uno de los más militarizados y peligrosos del mundo para Washington.

Antes de volver a Seúl, Kim pidió públicamente a Bush que reconsiderara su decisión. «No debemos perder esta oportunidad», dijo el jueves en un almuerzo.

«Sin progresos entre Estados Unidos y Corea del Norte, será difícil lograr avances en las relaciones entre las dos Coreas», advirtió, sugiriendo que Pyongyang, en ausencia de un nuevo compromiso con Washington, podría volver a su anterior política de aislamiento y provocación.

Pero las potenciales implicaciones del desaire de Bush van más allá de la cuestión de Corea, y casi con seguridad fortalecerán a las fuerzas chinas recelosas de la determinación del nuevo presidente de construir un sistema nacional de defensa antimisiles, su intención de defender a Taiwan, y su insistencia en que China sea tratada como «competidora» y no como «socia estratégica», como pretendía Clinton.

Esas mismas fuerzas lograron una victoria la semana pasada cuando el Partido Comunista, arguyendo «cambios drásticos» en la situación de la seguridad mundial, anunció un aumento de 17,5 por ciento en el presupuesto militar de China.

Así mismo, el desaire de Bush a Kim también significó un duro revés para el secretario de Estado (canciller) Powell, quien, en contraste con otros colaboradores de Bush, defendió la continuidad de la política exterior de Clinton en áreas clave y mostró una notable falta de entusiasmo por el sistema antimisiles y otros proyectos de la nueva administración.

El día antes de la cumbre, Powell aseguró a la prensa que el gobierno de Bush estaba preparado para iniciar negociaciones con Corea del Norte en el punto que habían quedado bajo la administración de Clinton.

Según Powell, el objetivo sería concretar rápidamente un acuerdo sobre misiles como parte de una estrategia más amplia con Corea del Sur, Japón y China, para promover la integración regional de Pyongyang.

Sin embargo, por orden de Bush, Powell debió retractarse de inmediato. Al día siguiente, como buen soldado, criticó duramente a Corea del Norte, calificándola de «sociedad fracasada» con un régimen «despótico» y «desestructurado».

Las pruebas eran contundentes: Powell había perdido una batalla clave en la lucha por la política exterior frente a los radicales del gobierno de Bush, encabezados por el vicepresidente Dick Cheney y el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld.

Cheney y Rumsfeld, que alcanzaron notoriedad política bajo la presidencia de Nixon (1969-1974), emergieron como la mayor influencia de la nueva administración en el área de la seguridad nacional.

De hecho, ésta no fue la primera batalla que Powell perdió frente a los radicales; apenas la más visible y embarazosa.

Durante sus audiencias de confirmación, por ejemplo, Powell sugirió que Bush podía ser más flexible sobre el sistema nacional antimisiles de lo que su campaña presidencial sugirió, pero en ese punto fue contradicho por Rumsfeld.

De manera similar, durante su viaje al Golfo y a Medio Oriente, Powell declaró que Washington estaba listo para levantar las sanciones económicas de las Naciones Unidas contra Iraq a cambio de un fortalecimiento del embargo militar y la prohibición de importaciones de uso dual.

Una vez más, Powell fue obligado a retractarse por los miembros más derechistas del Congreso y el Pentágono (Departamento de Defensa) y criticado por no realizar un esfuerzo serio para derrocar a Saddam Hussein.

Así mismo, debió aceptar la designación en el Departamento de Estado de varios funcionarios cuya visión política difiere mucho de la suya, y fracasó en sus esfuerzos por lograr el nombramiento de Richard Armitage como subsecretario de Defensa.

La lucha entre ambos campos es en realidad un enfrentamiento entre dos visiones diferentes del mundo.

Aunque es un militar, Powell -quien bajo el mandato de Clinton fue por un breve período jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas- parece más propenso que el resto del equipo de seguridad nacional de Bush a resolver los problemas internacionales mediante el diálogo y la razón, y sólo como último recurso mediante las amenazas o el uso de la fuerza.

Así, a diferencia de otros miembros del gobierno de Bush, Powell respaldó el Tratado de Prohibición Total de Pruebas Nucleares y otros esfuerzos multilaterales de desarme, y destacó la importancia de la construcción de coaliciones multilaterales para combatir amenazas a la paz y problemas mundiales como la pobreza y el sida.

No es de extrañar que Rumsfeld y Cheney, en particular, desdeñen ese punto de vista, dado que sirvieron a Nixon cuando éste advertía sobre las consecuencias de que «la nación más poderosa del mundo, Estados Unidos», actuara «como un gigante indefenso y digno de lástima».

Ambos funcionarios también ocupaban altos cargos cuando Estados Unidos sufrió su humillante derrota en Vietnam, así como otros reveses en el mundo en desarrollo.

Según su visión, aunque la política de Clinton sobre Corea del Norte fue de apaciguamiento, China de todos modos se prepara para una eventual confrontación con Estados Unidos, y por lo tanto es recomendable el despliegue del sistema antimisiles.

Para ellos, como para Nixon, el mundo es tal como lo describió el filósofo inglés Thomas Hobbes en ausencia de una superpotencia o «Leviatán» que imponga el orden: «una guerra de todos contra todos» basada en «un deseo de poder perpetuo e incansable».

En ese mundo, Estados Unidos sólo puede depender de sí mismo para promover sus «intereses nacionales», el mantra que siempre ha utilizado Bush para describir sus objetivos de política exterior.

Según esa lógica, el sistema nacional antimisiles es imprescindible para hacer a Estados Unidos invulnerable a los ataques externos, y la advertencia de la Agencia Central de Inteligencia sobre una nueva carrera armamentista que se extendería desde Europa hasta el Golfo, Corea, China, Rusia, India, y Pakistán, es una preocupación menor.

Como sugirieron varios analistas, entre ellos el columnista Thomas Friedman del diario The New York Times, las conversaciones sobre misiles con Corea del Norte fueron suspendidas para evitar que un acuerdo persuadiera al público de que el costosísimo sistema nacional antimisiles es, en realidad, innecesario. (FIN/IPS/tra-en/jl/cr/mlm/ip/01

Archivado en:

Compartir

Facebook
Twitter
LinkedIn

Este informe incluye imágenes de calidad que pueden ser bajadas e impresas. Copyright IPS, estas imágenes sólo pueden ser impresas junto con este informe