«Yo no maté a nadie», aclara el ex dictador argentino Jorge Rafael Videla, en un biografía publicada este mes por dos periodistas.
Veinticinco años después del golpe de Estado que desató una feroz represión, Videla asegura que se equivocan quienes lo acusan de asesino, porque fue condenado por su responsabilidad en los crímenes, y no porque él mismo los hubiera ejecutado.
Las entrevistas con el ex jefe de la junta militar impuesta el 24 de marzo de 1976 son apenas una parte -aunque la más jugosa- de «El Dictador», la primera biografía sobre la vida de Videla, redactada por María Seoane y Vicente Muleiro.
Durante cuatro años, los autores de la biografía recopilaron información de archivo en Argentina, España, Estados Unidos, Francia, Paraguay y Suiza, y reunieron más de un centenar de testimonios.
También lograron que el ex general Videla -reacio a las entrevistas y a formular declaraciones a la prensa- recibiera en tres oportunidades a un integrante del equipo de investigación. «Convencido de que el libro saldría de todos modos, aceptó dar su versión sobre su vida y su régimen», comentó Seoane a IPS.
El golpe de Estado que derrocó a Isabel Martínez, la viuda del tres veces presidente Juan Perón, y puso en marcha la peor represión del siglo XX en Argentina, será condenado una vez más la semana próxima, con una serie de actos y manifestaciones.
El ex dictador, de 75 años, no sale de su casa, donde vive con su esposa y dos nietos. Cumple la prisión domiciliaria que le impuso la justicia en 1998 por su responsabilidad en el secuestro de 11 menores de edad durante el régimen militar (1976-1983) y por la falsificación de los documentos de identidad de éstos.
Pero tampoco podía salir con tranquilidad durante los ocho años en que estuvo en libertad desde que fue indultado en 1990. Condenado a prisión perpetua en 1985, al abandonar la reclusión no podía aparecer en público sin arriesgarse a que lo insultaran o golpearan.
Eso le ocurrió en cada oficina pública a la que se presentó, en un hospital en el que fue internada su esposa, en parques y paseos adonde intentaba correr y hacer gimnasia, y hasta cuando iba a misa.
Debió incluso cambiar de domicilio luego de que un grupo de familiares de desaparecidos escribiera en el asfalto un enorme cartel que señalaba con flechas su edificio: «30.000 desaparecidos, asesino suelto».
Rutinario, el ex comandante se levanta muy temprano y prepara el desayuno. Trota en una cinta fija que no lo lleva a ningun lado. Lee el diario, almuerza y se vuelve a acostar. Escribe a mano -aunque lo intenta junto a su nieto, no logra doblegar a su computadora-, toma la merienda, luego la cena, y mira televisión. Solo parece lamentar que no puede asistir a misa.
«No molesta para nada», asegura su esposa, Raquel Hartridge, ante la asistente social que controla el comportamiento del detenido en su cautiverio.
Disciplinado y austero, Videla es tan reglamentarista -según comenta uno de sus hijos- que al finalizar el arresto podría incluso sugerir al juez cambios para el cumplimiento de condenas en el propio hogar.
La biografía publicada intercala la historia personal de un hombre anodino, austero, ferviente católico y alejado de las pasiones terrenales -a excepción de las que devienen del poder- con la historia de un país sometido a una profunda transformación socioeconómica mientras él mismo, a cargo del régimen, llevaba a cabo el aniquilamiento de los opositores.
Respecto de su vida privada, el libro explica su nombre. Jorge y Rafael eran sus hermanos mayores, dos mellizos que murieron al año de nacer a causa del sarampión. Videla nació dos años después, y para cubrir aquel vacío, recibió esos dos nombres.
Pero los mejores momentos de la investigación de Seoane y Muleiro son los que se refieren al hombre público. La idea de los autores era realizar un aporte para poner fin a la ignorancia sobre Videla, un hecho que a su juicio significaba «una prolongación inequívoca de aquella dominación dictatorial».
La principal pregunta que se formulaban fue si un hombre considerado «a todas luces insignificante», que parecía haber alcanzado su poder de forma casual, podía ser realmente quien desencadenó «la mayor tragedia de la historia argentina».
El libro procura desmontar la imagen de un militar profesional y moderado que a su pesar debió ordenar una matanza de la que luego perdió el control.
«Yo estaba por encima de todos, y sabía lo que pasaba», reconoce el ex dictador, que revisaba los partes diarios de los operativos para secuestrar a los opositores en sus casas, en la calle o en lugares de trabajo, trasladarlos a algún centro de detención clandestino, torturarlos y asesinarlos.
«No, no se podía fusilar. Pongamos un número, cinco mil. La sociedad argentina no se hubiera bancado (aceptado) los fusilamientos: ayer dos en Buenos Aires, hoy seis en Córdoba, mañana cuatro en Rosario y así hasta cinco mil», dice el ex comandante, para explicar el carácter clandestino de la represión.
«No había otra manera, todos estuvimos de acuerdo en esto, y el que no estuvo de acuerdo se fue», agrega.
«¿Dar a conocer donde están los restos (de los desaparecidos)? «Pero, ¿qué es lo que podemos señalar? ¿El mar, el Río de la Plata, el Riachuelo? En su momento se pensó dar a conocer las listas. Pero luego se planteó: si se dan por muertos, enseguida vienen las preguntas que no se pueden responder, quién mató, dónde, cómo…», relata el ex militar, en pijamas.
«Subversivos» era el calificativo que la dictadura empleaba para referirse a todos aquellos que resistieran sus medios y fines. «Subversión no es sólo lo que se ve en la calle, es también la pelea entre padres e hijos, entre padres y abuelos. No es solamente matar militares, es también todo tipo de enfrentamiento social», en opinión de Videla.
La guerrilla izquierdista estaba prácticamente inactiva cuando los militares tomaron el poder, afirma Seone. El propósito del régimen fue acabar con las comisiones sindicales de las fábricas, con los militantes estudiantiles y con todo lo que representara oposición o resistencia, según la autora.
Al ex general le sorprende todavía hoy estar sometido a procesos judiciales y no comprende el rechazo visceral de la ciudadanía.
«El decreto 158 -por el que se ordenó su juzgamiento en 1983- excedía lo que uno podía esperar. Iba a contramano de las reglas del juego de los golpes de Estado. Yo esperaba alguna crítica, quizás una investigación, pero nunca, nunca lo que pasó», afirma.
Videla fue condenado en 1985 a reclusión perpetua e inhabilitado para cargos públicos, y perdió su condición de militar.
La justicia lo sentenció por ser autor responsable de 66 homicidios agravados, 306 secuestros, 93 tormentos y 26 robos, aunque hubo más de 10.000 desaparecidos, de acuerdo con los datos oficiales, y 30.000, según aseguran organizaciones de familiares de las víctimas.
Acepta resignadamente su destino, aunque no manifiesta arrepentimiento ni culpa. Está convencido de que la historia le tiene reservado un lugar de privilegio por su cruzada anticomunista. «¿Qué sería de este país si no hubiésemos exterminado a la guerrilla?», se pregunta Videla. (FIN/IPS/mv/ff/hd/01