Este año fue pródigo en triunfos y derrotas en la lucha por la protección del ambiente, desde la prohibición de sustancias químicas peligrosas hasta el bloqueo de las negociaciones para reducir la emisión de gases invernadero.
Aún pesa el fracaso de las negociaciones en La Haya para finalizar los detalles del Protocolo de Kioto, un tratado que obliga a los países a reducir la emisión de gases invernadero, que provocan el recalentamiento de la corteza terrestre.
Si bien hubo algunos progresos para hacer del protocolo un acuerdo aplicable, la Unión Europea acusó a Estados Unidos de distorsionar el pacto. Las conversaciones en La Haya se suspendieron a fines de noviembre sin resoluciones. El siguiente intento en Ottawa no suscitó ningún consenso.
La ruptura de las negociaciones en La Haya «representa el tremendo fracaso de los gobiernos para responder a la creciente demanda pública en torno del recalentamiento global», según Alder Meyer, director de relaciones gubernamentales de la Unión de Científicos Preocupados.
No obstante, aunque los gobiernos mostraron lentitud respecto del Protocolo de Kioto, no hicieron lo mismo con las sustancias químicas peligrosas. Activistas elogiaron a mediados de diciembre el proyecto final de un tratado acordado por 122 países para abandonar el uso de algunas de las peores sustancias químicas.
El pacto elimina 12 contaminantes orgánicos persistentes considerados los más peligrosos, entre ellos ocho pesticidas, dos solventes industriales y dos sustancias químicas producidas por combustión y procesos fabriles.
La exposición a contaminantes orgánicos persistentes se vincula con daños a la flora y fauna silvestres y con enfermedades humanas, como cáncer, endometriosis, desórdenes de aprendizaje y anomalías hormonales.
El tratado indica que las dioxinas liberadas por la incineración de residuos y por industrias que usan cloro deberán ser eliminadas.
Expresó que compañías y gobiernos necesitaban reemplazar productos, materiales y procesos de fabricación que liberaban dioxinas con sustitutos no contaminantes.
El tratado sobre contaminantes orgánicos persistentes se basó en el principio de precaución enarbolado por ambientalistas de todo el mundo, según el cual la falta de certezas sobre los efectos de innovaciones científicas debería frenar su implementación.
Kevin Stairs, asesor político de la organización no gubernamental Greenpeace Internacional, dijo que el acuerdo constituye una señal clara para las industrias, que deben reformarse y «dejar de usar la Tierra como campo de pruebas para sus peligrosos contaminantes».
«El grifo que derrama contaminantes orgánicos persistentes en nuestro ambiente debe ser cerrado», afirmó.
Mientras aplauden el éxito del tratado sobre contaminantes orgánicos persistentes, coordinado por la Organización de las Naciones Unidas (ONU), algunos activistas previnieron que una disposición lanzada este año por el mismo foro mundial amenaza al ambiente.
En julio, el secretario general de la ONU, Kofi Annan, en conjunto con el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (Pnuma), la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (UNHCHR), lanzaron el programa «Pacto Global».
Se trata de una asociación entre la ONU y 50 de las principales corporaciones globales, entre ellas Shell, BP Amoco, Nike y Dupont.
Las compañías podrán usar el logotipo de la ONU si ponen en vigor nueve principios emanados de acuerdos internacionales sobre condiciones de trabajo, derechos humanos y protección ambiental.
Los ambientalistas cuestionan el hecho de que las compañías mejoren su imagen mediante el uso del logotipo de la ONU, a pesar de la inexistencia de mecanismos que obliguen a cumplir con el pacto.
«El Pacto Global ha sido una sofisticada respuesta de relaciones públicas al movimiento de Seattle, que pretende ponerle freno al poder corporativo», dijo Kenny Bruno, un estudioso asociado al Centro de Acción y Recursos Transnacionales, grupo radicado en California.
Bruno se refería a las manifestaciones multitudinarias de protesta realizadas en noviembre y diciembre de 1999 en la ciudad estadounindense de Seattle mientras se celebraba la fracasada conferrencia ministerial de la Organización Mundial de Comercio.
La ONU prefirió el Pacto Global en lugar de «encarar medidas sustanciales en torno de las actividades corporativas y su impacto sobre el ambiente», agregó el activista.
Por otra parte, el esperado informe de la Comisión Mundial sobre Represas patrocinada por el Banco Mundial, divulgado en noviembre, confirmó las críticas presentadas durante décadas por los ambientalistas contra estas construcciones.
El informe también afirmó que las represas no lograban dar a la población los beneficios prometidos, devastaban las vidas de millones de pobres que se veían obligados a dejar sus hogares y degradaban el ambiente.
El dictamen fue aprobado por la unanimidad de los 12 integrantes de la Comisión Mundial sobre Represas, entre los que figuran representantes de las comunidades afectadas, de los constructores de diques y de los gobiernos.
Si los constructores de represas las entidades que las financian siguieran las recomendaciones de la Comisión, «la era de los diques destructivos llegaría a su fin», declaró Patrick McCully, director de campañas del grupo californiano Rivers Network.
Pero los activistas sufrieron un grave en octubre, cuando la Corte Suprema de India decidió permitir que se reanudaran la construcción del dique Sardar Sarovar, sobre el río Narmada.
Los opositores de la obra dicen que el proyecto y su infraestructura amenazan con desplazar a 500.000 personas, la mayoría campesinos pobres e indígenas. Decenas de miles de hectáreas de tierra cultivable, bosques, templos antiguos y cementerios serán sumergidos.
Decidida a salvar sus hogares y medios de sustento, la organización Narmada Bachao Andolan (Salven el Narmada) continúa organizando y protestas para detener el proyecto. (FIN/IPS/trad- eng/dk/da/ego/mj/en/00