Hace más de un siglo que un candidato triunfante a la presidencia de Estados Unidos no se disponía a asumir el cargo en una posición política tan débil como la del republicano George W. Bush.
El 20 de enero, cuando Bush asuma el gobierno para un período de cuatro años, será el primer presidente desde los años 70 del siglo XIX sin respaldo de la mayoría de los votantes del país, y su victoria se debió a la muy discutida decisión de cinco de los nueve miembros de la Corte Suprema.
Esos cinco jueces habían sido nombrados por gobiernos del Partido Republicano, y tales circunstancias bastan para que no pueda invocar un claro mandato popular.
Es posible que cuando Bush asuma, académicos y periodistas que han pedido acceso a unas 45.000 hojas de votación no contadas en el estado sudoriental de Florida hayan sostenido que el candidato del Partido Demócrata, Al Gore, fue el más votado en ese estado, y debería haber sido el elegido para gobernar el país.
Además, Bush sucederá a Bill Clinton, el presidente saliente con mayor aprobación popular en los últimos 50 años, quien parece poco inclinado a permanecer en silencio acerca de las cuestiones de gobierno cuando deje su cargo.
Aun si todo eso no fuera suficiente para poner en duda la capacidad de gobernar de Bush, actual gobernador del estado meridional de Texas, la situación que enfrentará en el Congreso será otro problema grave.
Los demócratas, muchos de ellos irritados en extremo por la forma en que se resolvió la elección, ocuparán 50 de las 100 bancas del Senado.
Eso significa que el compañero de fórmula de Bush, Dick Cheney, no podrá alejarse de Washington, porque su voto como vicepresidente definirá en casos de empate, pero también que los senadores demócratas podrán vetar cualquier proyecto del próximo presidente si votan unidos.
Por lo tanto, las propuestas clave de Bush durante su campaña, acerca de una reforma de la seguridad social, una rebaja de impuestos y un sistema de defensa mediante misiles, no podrán cumplirse sin importantes acuerdos con el Partido Demócrata.
Los republicanos mantuvieron la mayoría en la Cámara de Representantes, con una ventaja de nueve bancas, pero muestran signos de división interna, mientras los diputados demócratas cierran filas por su indignación compartida ante el desenlace del proceso electoral.
Tom DeLay, jefe de la bancada de diputados republicanos y aliado con la extrema derecha de su partido, permaneció en las sombras durante la campaña, para que fuera más creíble la apelación de Bush a votantes centristas, pero ahora insiste en que el próximo presidente no escuche a los moderados que piden acuerdos con los demócratas.
«He trabajado durante 22 años por esto, y ahora lo logramos: tenemos la presidencia y la mayoría en ambas Cámaras, lo cual significa que podemos controlar la agenda del gobierno», subrayó DeLay, un ex exterminador de plagas.
El último período de total predominio republicano comenzó hace 48 años, cuando fue elegido presidente el republicano y héroe de la Segunda Guerra Mundial Dwight Eisenhower.
Al igual que Bush, Eisenhower era un dirigente republicano de inusual simpatía, famoso por sus laxos hábitos de trabajo y su escaso interés en los detalles, quien aceptó de buen grado que los demócratas recuperaran el control del Congreso en las elecciones de 1954, realizadas en medio de su mandato.
Eso se debió en gran medida a que Eisenhower percibía que había permitido a la extrema derecha de su partido, la cual incluía al famoso senador Joe McCarthy, que causaran demasiados escándalos durante dos años de hegemonía republicana en el Congreso.
Muchos demócratas tienen la secreta esperanza de que DeLay, un protegido del muy despreciado dirigente derechista republicano Newt Gingrich, prevalezca dentro de su partido, para que la reacción de los votantes sea inclinarse por el Partido Demócrata en las próximas elecciones para la renovación parcial del parlamento, en 2002.
Desde la elección presidencial, realizada el 7 de noviembre, el sentido común ha indicado que cualquiera de los candidatos llegaría a la presidencia mediante una vitoria muy estrecha, y debería lograr acuerdos con el partido de su oponente para gobernar con eficacia.
Esa idea fue expresada en un titular del influyente semanario Business Week, especializado en asuntos económicos: «Mensaje de los votantes: Gobernar desde el centro».
«La clave es que los principales dirigentes republicanos del Congreso acepten cooperar con sus pares demócratas», comentó el profesor Erwin Hargrove, de la Universidad Vanderbilt, en declaraciones realizadas esta semana al diario The Washington Post.
«No sé cómo van a lograr (los republicanos) mantener tranquilo a Tom DeLay, pero tendrán que hacerlo».
Hasta ahora, todas las señales provenientes del cuartel general de Bush en Austin, Texas, al igual que las emitidas por el equipo de transición que Cheney encabeza en Washington, apuntan a la búsqueda de acuerdos para gobernar entre los dos grandes partidos.
Bush insistió mucho durante su campaña en que era «un hombre de unión, no de división», y fue coherente con ese mensaje cuando decidió pronunciar el discurso en el cual asumió su victoria ante el parlamento de Texas, con mayoría demócrata.
Las cuestiones más discutidas en estos días son si Bush intentará convencer a algunos dirigentes demócratas de que ocupen lugares en su gabinete ministerial, y cuánto tardará en reunirse con los principales dirigentes demócratas del Congreso una vez que se traslade a Wahington esta semana.
Sin embargo, se duda de que el próximo presidente comprenda por completo que implicaría un acuerdo bipartidario en Washington. En la capital, la política es muy diferente que en Texas, cuyo parlamento sólo realiza sesiones durante 140 días, cada dos años.
La mayoría de los políticos texanos comparten una ideología basada en poca intervención del Estado, bajos impuestos, grandes negocios, petróleo, fútbol estadounidense y el derecho otorgado por Dios a llevar un arma, tienen una tradición de camaradería por encima de divisiones partidarias y se reúnen para beber y comer juntos.
En lo ideológico, la mayor parte de los demócratas de Texas están en la extrema derecha de su partido, pero los del Congreso nacional provienen en abrumadora proporción de estados septentrionales y orientales, en los cuales el promedio de opiniones políticas está mucho más a la izquierda que en Texas.
Además, los legisladores demócratas de Washington mantienen vínculos que los hacen responsables ante fuertes organizaciones de base, incluyendo a muchas sindicales, defensoras de los derechos civiles, de mujeres y ambientalistas.
La debilidad de ese tipo de organziaciones en Texas las hace casi marginales, pero en Washington sus activistas muestran tanta irritación y nergía tras el desenlace electoral, que parece que les cuesta mucho esperar para iniciar una pelea.
Cheney y los veteranos del gobierno del padre de Bush, encargados de los nombramientos clave del próximo gobierno y los contactos con los demócratas, entienden muy bien la situación, y eso preocupa a la derecha republicana.
«Siempre es un suicidio político abandonar a las bases propias y destruir sus esperanzas y sueños, escribió el viernes en el diario The New York Time Gary Bauer, un ex asesor sobre política interna del presidente republicano Ronald Reagan (1980-1988).
Bauer, dirigente de la Derecha Cristiana del Partido Republicano, no tuvo necesidad de recordar que cuando el padre de Bush promovió una política de acuerdos, se separó del ala derecha de su partido y destruyó así su posibilidad de ser reelegido. (FIN/IPS/tra-eng/jl/mp/ip/00