América Latina llegará la semana próxima a la asamblea anual del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial en Praga con un balance de relativos logros y dudas acerca de la sustentabilidad de su actual recuperación económica.
La asamblea de las dos organismos multilaterales encuentra a la región saliendo de la recesión de 1998 y 1999, con claras perspectivas de iniciar su tercer ciclo de crecimiento económico desde la implantación de las reformas neoliberales a fines de la década del 80.
Pero la amenaza de una nueva crisis está siempre latente y para despejarla se requiere, entre otras terapias, de reformas profundas al sistema económico internacional que impera de la mano con la globalización, sobre todo en lo que respecta a los movimientos de capitales.
Así lo advirtió en agosto José Antonio Ocampo, secretario ejecutivo de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), agencia regional de la Organización de Naciones Unidas con sede en Santiago de Chile.
El FMI, con sus programas de ajuste, fue el principal impulsor de las reformas estructurales que luego de la crisis de la deuda externa, en la década del 80, consiguieron «disciplinar» a las economías latinoamericanas.
La disciplina fiscal, la apertura al exterior, la disminución del papel del Estado mediante desregulaciones y privatización de bienes públicos y la prioridad de los objetivos antinflacionarios por sobre la creación de empleo y la redistribución del ingreso fueron los pilares de las reformas.
La década del 90 comenzó así con positivas señales de crecimiento económico, acompañadas por la restauración de la democracia en casi toda la región.
Pero este primer ciclo de expansión se vio interrumpido en diciembre de 1994 con las consecuencias en toda la región de la devaluación y la crisis económica en México, sobre todo en Argentina y Uruguay.
Se lanzaron entonces las primeras voces de alarma sobre los capitales «golondrina», como se conoce a las inversiones de cartera que llegan a un país con expectativas de una rentabilidad de corto plazo y que emigran masivamente ante la menor señal de inestabilidad económica o de mejores ganancias en otras plazas.
En 1996, el FMI y el Banco Mundial se ufanaban por la rápida reacción del sistema monetario internacional, los gobiernos y la banca privada ante la crisis mexicana, lo cual permitió frenar la crisis en el término de un año, en contraste con el largo impacto que tuvo la crisis de la deuda externa de 1982.
Pero la volatilidad del mercado de capitales, virtualmente fuera de control y ampliada en el marco de la globalización, incubaba una nueva crisis que irrumpió en Tailandia en julio de 1997, para extenderse luego a todo el sudeste asiático, más tarde a Rusia y finalmente golpear a América Latina desde Brasil.
El producto interno bruto (PIB) de América Latina y el Caribe, que aumentó apenas 1,1 por ciento en 1995 por el impacto de la crisis mexicana, se había recuperado en 1997 hasta incrementarse 5,4 por ciento. Pero en 1999, con la crisis asiática-ruso- brasileña, el crecimiento del PIB fue solo 0,4 por ciento.
El buen comportamiento de México y de las economías centroamericanas, estimulado por la expansión estadounidense, impidió que la región tuviera una recesión más marcada en 1999.
La recuperación este año de las economías sudamericanas, de la mano con un mejor entorno mundial, permite prever un crecimiento del PIB regional de cuatro por ciento, según estimaciones de Cepal con base en el primer semestre.
El FMI llega así a la asamblea mundial en Praga con un diagnóstico aceptable para América Latina, con un México que ha normalizado sus pagos y un Brasil que controla su inflación y vuelve a crecer luego de la devaluación del real en enero de 1999.
Los organismos multilaterales actuaron también en el último año en la aprobación de fondos para mitigar los casos más difíciles de estabilidad financiera, en Argentina, Colombia y Ecuador, con resultados hasta ahora efectivos.
Pero aún resta conocer los resultados del experimento ecuatoriano de dolarización, mientras los analistas mantienen bajo observación a Argentina, como posible epicentro de una nueva crisis financiera.
Argentina está destinando uno de los más altos porcentajes en el mundo de su presupuesto, 32 por ciento, al pago del servicio de la deuda pública, que según un informe de la Fundación Capital del miércoles último asciende a casi 127.000 millones de dólares, sobre una deuda externa total del orden de los 140.000 millones.
No obstante, según la misma fundación, la situación fiscal del país, bajo el nuevo gobierno de Fernando de la Rúa, evoluciona promisoriamente con una reducción del déficit en torno de 1.800 millones de dólares, aunque el deterioro del quinquenio anterior «hace que esta inobjetable mejoría sea casi imperceptible».
En este escenario, las señales de confianza que el FMI dé a Argentina y a las demás economías latinoamericanas será fundamental para afianzar la reactivación económica por la vía de la inversión externa.
No obstante, persisten los interrogantes sobre la efectividad de un sistema que asume la estabilidad financiera como un objetivo en sí, subordinando a él las perspectivas cada vez más remotas del desarrollo.
La efectividad del FMI como entidad rectora del sistema monetario mundial se mide cada vez más por su velocidad para reaccionar ante las crisis y mitigarlas, pero no por su capacidad de impedirlas.
La Cepal recordó en agosto que, pese a la recuperación económica, América Latina está aún lejos de alcanzar un crecimiento promedio anual del PIB de seis por ciento, indispensable para superar la pobreza y emprender el camino del desarrollo.
El diagnóstico de la agencia regional fue respaldado en estos días por el Banco Mundial, el par del FMI en la cita de Praga, a través del informe en que describió el actual panorama de la pobreza y puntualizó que el crecimiento económico por si sólo no garantiza su superación. (FIN/IPS/ggr/mj/dv if/00