Abu Shadi es el último de una larga serie de hakawatis que entretienen a los sirios hace 10 siglos. Este narrador de cuentos ha perpetuado una rica tradición durante casi 10 años, recordando los relatos que escuchó a otros hakawatis cuando era niño.
Está sentado en una silla de madera tallada con figuras caprichosas en verde y oro. Su cabeza está cubierta con el tradicional «tarbush» (bonete rojo) y usa amplios pantalones grises de campesino, pasados de moda en Siria.
Acaba de pasar el «maghreb», la plegaria del ocaso, y Abu Shadi, cuyo nombre real es Rasheed el Hallak, mira su reloj de bolsillo de plata una vez más.
Luego, abre su libro para comenzar una hora de narraciones sobre la vida del rey Baybar, al-Zahir Rukn al-Din Baybars, el más eminente de los sultanes del siglo XIII, que reinó sobre El Cairo y Damasco y combatió la corrupción con todas sus fuerzas.
La audiencia calló, todos con un vaso de té fuerte y dulce en la mano, algunos fumando narguilé (pipa de agua). «En el nombre de Dios, el misericordioso y compasivo», dijo Abu Shadi, recordando a sus oyentes dónde había quedado su relato el día antes y agradeciendo la presencia de turistas.
Abu Shadi cuenta un episodio nuevo todos los días, de lunes a domingo. Su repertorio consiste en dos relatos, cada uno de los cuales dura un año.
Sentados contra el muro están todos los oyentes regulares, algunos de los cuales conocen la narración de memoria. Son maestros, funcionarios, farmacéuticos, comerciantes que vienen a escucharlo hace años. Conocen bien a Abu Shadi e interactúan con él durante sus lecturas.
Eso es lo que hace exitosa una sesión de hakawati: que la historia sea animada por las adhesión ruidosa de los partidarios de los distintos personajes, a veces rivales entre sí.
Abu Shadi atrae a residentes en Damasco y a turistas procedentes de toda Siria y del exterior. En el mes de ayunos musulmán de Ramadán los jóvenes sirios se suman a las sesiones, pero el público habitual se compone por hombres de edad mediana. Sólo desde 1990 las mujeres han sido toleradas en el café.
Sobre el lado oriental de la mezquita de Omeyyade, de 12 siglos de antigüedad, pasando un par de bazares y bajando varios escalones, el café Nawfada ha estado allí por 300 años y es el único que queda en los zouks (mercados cubiertos) Hamidiyye de Damasco.
El café lleva el mismo nombre de las fuentes que marcan la entrada. La modernidad apenas ha rozado el lugar, excepto por un gran aparato de televisión instalado en un rincón.
Todas las pinturas de los hakawatis anteriores cuelgan de las paredes. Menos vieja es la fotografía de Hafez el-Assad, el presidente sirio fallecido este año, y la de su hijo y sucesor, Bashar el-Assad.
Tambien hay retratos de Antar y Abla, los héroes del relato que lleva sus nombres, que será contado otra vez por Abu Shadi el año próximo, una vez que concluya la historia del rey Baybar.
Caballeresco y valiente, Antar es el hijo ilegítimo de un beduino árabe y su esclava negra. Está enamorado de su bella prima, Abla, pero es despreciado por la familia por el color de su piel. Al fin se le permite desposar a la muchacha, tras demostrar su coraje luchando contra los enemigos de la tribu.
La audiencia está dividida entre partidarios de Antar y de su enemigo, Amara.
Cada noche hay un ambiente diferente. A veces, el lugar está colmado, y otras veces no.
Incluso los turistas que no comprenden el árabe parecen disfrutar de la lectura de Abu Shadi, que pronuncia las frases con una peculiar musicalidad y sobresalta al público cuando golpea su espada contra la mesa de metal situada frente él.
«He venido todos los días durante 40 años. Muchos se quedan a cenar. Jamás falto a una velada», aseguró Abu Zuheir, un farmacéutico.
Los narradores de cuentos dejan de leer sus relatos en un momento crucial para obligar a su público a concurrir el día siguiente, como Sherazada en los relatos de «Las Mil y Una Noches» para evitar que su marido la matara.
Abu Zehir recuerda una tarde, hace 20 años, cuando finalizó el relato diario con Antar encarcelado. Sus partidarios cerraron la puerta del café y obligaron al hakawati regresar a su asiento y a leer hasta que Antar, en el relato, era liberado.
La palabra hakawati procede del árabe «haka» («él habló»). Todos los narradores de cuentos leen sus historias de manuscritos, aunque agregan algún toque personal al relato, con gesticulaciones y acentos apropiados para cada personaje.
Abu Shadi ha incorporado una espada a sus sesiones. Le sirve para dar vida a los episodios violentos. También altera el relato escrito para evitar cualquier mención a tensiones o combates entre cristianos y musulmanes, en especial cuando lee la épica historia del rey Baybar.
«La religión es para Dios y la nación para todos. Yo no creo en las divisiones religiosas y no quiero provocar tensiones», dijo Abu Shadi.
Con el inicio de las transmisiones de radio y televisión, la audiencia de los hakawatis comenzó a menguar. A comienzos de los años 80 habían desaparecido casi por completo en Siria.
Abu Shadi es considerado el último hakawati activo en Medio Oriente, excepto Egipto. A comienzos de los años 90, el propietario del café Nawfara decidió que sus clientes habían estado demasiado tiempo sin hakawati.
«Recordaron que yo venía siempre al Nawfara cuando era niño para escuchar a un hakawati. Fue así que el dueño vino un día para ofrecerme el trabajo. Me dijo que debía comenzar el sábado y que no le podía fallar porque ya había hablado con todos sus clientes», recordó Abu Shadi.
Abu Shadi ama su trabajo de narrador, pero no es su actividad principal. De día, es un comerciante mayorista. Y no siente la urgencia de encontrar a alguien que se encargue de perpetuar la tradición cuando ya sea demasiado viejo para actuar todas las noches en el café Nawfara.
No alentará a su hijo a que siga sus pasos, porque no cree que se trate de una actividad bien remunerada.
«Hago mi trabajo y he transmitido el mensaje. Ahora corresponde a los demás llevarlo adelante», dijo. (FIN/IPS/trad- eng/kg/sm/ego/mj/cr/00