AGRICULTURA: Paradojas del debate sobre productos transgénicos

El tema de la biotecnología y su aplicación en el mejoramiento de la agricultura puso en evidencia las dificultades para alinearse en este debate, en el que intervienen gobiernos de 130 países, agricultores, industriales, científicos, ecologistas y consumidores.

No obstante, representantes de todos estos sectores coincidieron a fines de enero en Montreal, Canadá, en un Protocolo de Bioseguridad que deberá regular la manipulación, el transporte y la comercialización de organismos vivos, modificados en laboratorios por medio de la ingeniería genética.

El sólo hecho de que 130 países se reúnan para discutir normas de bioseguridad para estos organismos da la pauta de que su liberación al amiente no es un asunto del todo inocuo, o al menos, nadie asegura que no tienen o tendrán un impacto negativo en el ambiente o la salud humana.

El Protocolo se abre a la firma en mayo en Nairobi y luego comenzará un proceso de ratificación en cada país que llevará al menos dos años. Para que la nueva norma internacional entre en vigencia se requiere la confirmación de al menos 50 países, pero entretanto el debate continúa.

Si bien hay decenas de cultivos manipulados para resistir herbicidas, plagas, insectos o para mejorar su apariencia, uno es la estrella en este nuevo fenómeno de la biotecnología aplicada al campo, la soja resistente al glifosato.

Para cultivar soja convencional, una vez que se preparó el suelo y se sembró, el productor debe asesorarse sobre el herbicida que debe utilizar y en qué cantidad, para controlar las primeras malezas que le quitan fuerza a la planta.

Una vez que se las controla, surgen nuevas pero de hojas anchas, más tarde aparece el gramón, otra maleza, que requiere otro químico específico. Estas etapas de un proceso disciplinado se simplifican en gran medida con la manipulación genética.

La semilla de soja modificada -a la que se le intrujo el gen de una bacteria, el de un virus y el de otra planta-, se siembra, y a la primera maleza que aparece se le aplica un herbicida total cuyo principio activo es el glifosato, que mata todo lo verde. Como esta semilla es resistente al glifosato, la planta no muere.

Si la maleza reaparece, se vuelve a rociar con glifosato sin necesidad de llamar a un experto, un hecho que si bien reduce los costos de la explotación, podría tener efectos dañinos si alguna vez se comprueba que el glifosato tiene un impacto negativo en la salud humana o animal.

La empresa multinacional Monsanto, que desarrolló la soja transgénica resistente y vende esa semilla, es la misma que produce y vende el herbicida "Roundup", nombre comercial del glifosato.

Una paradoja de esta discusión se presenta cuando los ecologistas se oponen a la soja transgénica, que requiere menos variedad de productos químicos, y los laboratorios la ofrecen como la solución para limitar los herbicidas a uno solo, bajando costos y "beneficiando" el ambiente.

Si es menos perjudicial para el ambiente y más barato para el productor, se podría decir que es la tecnología ideal para los países más pobres.

Pero aquí surge una segunda paradoja de esta discusión sobre beneficios y riesgos del uso de semillas modificadas: la industria defiende el potencial de esta tecnología para superar el hambre en el mundo y considera necesario transferirla a los países del Sur en desarrollo.

Sin embargo Etiopía, uno de los países más pobres de Africa, la rechaza.

Tewolde, de Etiopía, fue nombrado en Montreal portavoz del Grupo de Espíritus Afines, que reunía a 74 países en desarrollo para reclamar un severo control precautorio para el uso de esta tecnología, por sus eventuales riesgos para el ambiente y la salud humana.

Su principal rival en la reunión fue el Grupo de Miami, formado por Argentina, Australia, Canadá, Chile, Estados Unidos y Uruguay, que avalan esas prácticas y alegan que sus opositores favorecen a las países que subsidian la producción y la exportación agrícola.

En Argentina, un país agroexportador, las contradicciones son muy marcadas. En los últimos años se hizo una enorme apuesta por los cultivos transgénicos y ahora no queda mucho margen para volver atrás si se comprueba que la tecnología es nociva.

Un observador apresurado podría suscribir enseguida al argumento de que la Unión Europea y los demás países que aplican subsidios se toman de estos riesgos potenciales de la biotecnología para rechazar los productos de países eficientes levantando una suerte de barrera paraarancelaria.

Pero el asunto parece más complejo. Organizaciones de defensa de los consumidores reclaman el etiquetado de los productos transgénicos y algunas empresas alimenticias ya están optando por la oferta de cultivos no manipulados en laboratorio, en nombre de estos consumidores cautelosos.

El temor radica en estar consumiendo como alimentos productos hechos a base de cultivos que contienen bacterias, virus o genes de otras plantas o animales, que indirectamente desarrollen en el organismo alergias o defensa ante los antiobióticos.

Argentina quedó en una posición "muy vulnerable" en el mercado. En esta calificación coincidieron tanto la jefa de la delegación oficial a Montreal, Elsa Kelly, como el experto argentino de Greenpeace Emiliano Ezcurra.

"Nosotros podemos atender la opinión de Greenpeace, pero su visión es sectorial y nuestra responsabilidad es la de velar por los intereses del sector público", dijo a IPS Kelly, quien reconoció que 50 por ciento de las exportaciones argentinas son de productos transgénicos.

Argentina, uno de los tres principales productores de soja del mundo, junto con Brasil y Estados Unidos, es el país que utiliza mayor proporción de semillas modificadas. "Los productores la adoptaron masivamente porque les permite bajar hasta 20 por ciento los costos", aseguró.

Así, mientras Estados Unidos, que defiende esta tecnología, se reservó 45 por ciento de su superficie sembrada para soja no modificada y Brasil se mantiene casi "incontamindo", con sólo 10 por ciento de su superficie sembrada, Argentina tienen 80 por ciento de cultivos transgénicos.

Ezcurra advirtió que los países competidores tienen capacidad de segregar y ofrecer las dos variedades de soja. "¿Qué vamos a hacer si aparecen datos más contundentes acerca de riesgos de estos usos para la salud?", se interrogó el ambientalista y concluyó que el país "está atado de pies y manos".

Los científicos están divididos en torno a los riesgos de la biotecnología aplicada a la agricultura. Para algunos, los controles para la aprobación de cada variedad modificada son suficientes y para otros todavía es temprano para asegurar que que no habrá impacto ambiental o en la salud a largo plazo.

El experto de Greenpeace aclaró que no se trata de atacar a la biotecnología en si misma, sino algunos usos masivos. "Nosotros no estamos en contra de los avances en medicina nuclear sino de la existencia de centrales atómicas", ejemplificó.

A los optimistas que creen que Argentina está en la avanzada por haber extendido más que otros su superficie sembrada con transgénicos, Ezcurra les advirtió que cuando se desarrolló la tecnología nuclear también hubo euforia y ahora muchos países intentan sin éxito sacarse de encima a esas centrales.

Y respecto de las promesas de terminar con el hambre en el mundo, recordó que también la llamada "revolución verde", cuando se hizo masivo el uso de pesticidas y fertilizantes desarrollados por los mismos laboratorios que hoy manipulan semillas, auguraba poner fin a ese flagelo.

"No estamos en contra de los controles al manipuleo y transporte, y creemos necesario informar al consumidor y al país que compra, pero cuando brindemos más información, estoy segura de que el mercado se va a calmar", afirmó Kelly.

En este sentido, opinó que "el temor de algunos consumidores es alentado por países que quisieran levantar barreras a los productos argentinos, pero a largo plazo, los beneficios de la biotecnología se van a imponer sobre las ideas y temores de sus detractores", sostuvo.

También organismos de defensa de los consumidores alertan sobre la concentración creciente de las empresas que comercializan estas semillas: Du Pont, Monsanto, Novartis y Limagrain. Las 10 principales empresas de este sector controlan 91 por ciento del mercado mundial.

Los agricultores, en general, compran la semilla de soja una vez, y aunque no está permitido, con el producido vuelven a sembrar dos o tres veces. Pero si quisieran hacer acopio de esa semilla para venderla, podrían ir presos, ya que en esa área los controles de las empresas multinacionales son muy severos.

Por el momento, la discusión continúa. El protocolo aprobó el principio precautorio y Argentina garantizó que pondrá a disposición de sus compradores toda la información sobre el desarrollo de sus cultivos y aportará la información adicional que le sea requerida.

"Ahora, si una vez brindada toda la información, en forma injustificada o no fundamentada científicamente, el potencial cliente se niega a comprar, entonces la operación quedará sujeta a las leyes que rigen el comercio internacional de productos agrícolas", advirtió Kelly. (FIN/IPS/mv/ag/en/00

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