Fernando de la Rúa, a quien las encuestas a boca de urna señalan como presidente electo de Argentina, difícilmente hubiera logrado la victoria hace una década, pero, tras la gestión de Carlos Menem, la mayoría de los votantes lo creyeron el mejor intérprete del cambio que desean.
Abogado, de 62 años, De la Rúa es un político opaco y poco carismático. Moderado, previsible, incapaz de un desliz, serio y "aburrido", como él mismo se define. Nada mejor que alguien bien distinto de Menem para representar el tipo de cambio que demandan los argentinos.
Esas características lo tuvieron como un dirigente de influencia media dentro de la centrista Unión Cívica Radical (UCR), su partido, hasta que, a causa de las denuncias de corrupción contra colaboradores de Menem, la honestidad y la austeridad aumentaron su cotización en el mercado electoral, y la estrella de De la Rallí comenzó a brillar cop fuerza.
No necesitó hablar ni prometer demasiado. Convencido de que cuanto menos hablara sería mejor, De la Rúa eludió los debates televisivos y evitó al principio asistir a programas livianos en los que se debía poner en juego su costado supuestamente débil: la gracia, la simpatía, el sentido del humor.
Pero al ver que esa falta de condimento era uno de sus principales capitales políticos, optó por presentarse en algunos programas cómicos y, pese a la impertinencia de sus interlocutores, no perdió la compostura, compenetrado del papel que representaba.
De la Rúa, jefe del gobierno municipal de la ciudad de Buenos Aires, logró el triunfo este domingo como candidato de la Alianza de oposición, conformada por la UCR y el Frente País Solidario, una agrupación de partidos de centroizquierda a la que pertenece el vicepresidente electo, Carlos Alvarez.
Su rival era Eduardo Duhalde, del gobernante Partido Justicialista (peronista), que no tuvo un apoyo franco del gobierno. Menem se enemistó con Duhalde porque se le interpuso en su camino hacia un tercera presidencia consecutiva.
Con un discurso monótono y por momentos soporífero, De la Rúa, más que arrastrar, hipnotizó a una mayoría desapasionada. Sólo en las últimas semanas de campaña, y gracias a un soporte publicitario millonario y creativo, arrancó alguna emoción.
Por televisión, un buen mensaje, "Somos más", un coro profesional que cantaba detrás de una imagen en cámara lenta mostrando rostros humildes y esperanzados, y banderas argentinas agitándose.
Las condiciones de hombre honesto y austero que transmite De la Rúa encajaron justo con las necesidades de la coyuntura.
En otras épocas, cuando la sociedad argentina requería ejecutividad a cualquier precio, Menem, con más de 400 decretos, la supo encarnar muy bien, y muchos electores, al justificar su voto por un candidato poco transparente, decían que el gobierno "roba, pero hace".
La frase quedó como clásica del período "menemista" para definir a administraciones promotoras de grandes obras que -según descontaban los votantes- se quedaban con el cambio.
Durante esa época, sobre todo en los primeros años de gestión de Menem, un sindicalista cercano al gobierno se hizo famoso al lanzar una propuesta insólita para solucionar los problemas del país.
En un programa de televisión, el dirigente dijo: "Debemos dejar de robar por lo menos por dos años". La frase quedó en el inconsciente colectivo y hoy muchos creen que con un administrador honesto, que se abstenga de cometer irregularidades durante cuatro años de gestión, los argentinos recuperarán buena parte del bienestar perdido.
Es así que, después de una década de gobierno de Menem, las cualidades supuestamente negativas de De la Rúa emergen como virtudes que tienen un valor nuevo. Antes de Menem, un presidente solamente honesto, como el también radical Arturo Illia, derrocado por el Ejército en 1966, había sido considerado un mediocre.
De la Rúa es hoy el dirigente político con mejor imagen pública. Si su madre viviera, no lo podría creer. Ella, según él mismo recuerda, solía decirle: "Fernando, tú eres muy bueno, pero Jorge, tu hermano, es más inteligente".
Su temperamento es como un bálsamo para los votantes que quieren un cambio moderado, que preserve los logros económicos, pero que termine con el desempleo, con la corrupción y con la frivolidad en los círculos de poder, tan irritante cuando la pobreza crece.
"La fiesta se acabó", aseguró De la Rúa en el acto principal de cierre de su campaña, el martes.
Hartos de los escándalos, de las denuncias de corrupción, del derroche y el boato con el que quedó asociado el gobierno que termina, los argentinos quieren un cambio, y para empezar, optaron por una personalidad que se puede definir como opuesta a la de Menem.
Sólo 10 años consecutivos de Menem pueden explicar esta preferencia mayoritaria de los votantes por un "aguafiestas". Menem intentó al principio descalificarlo por su seriedad. Dijo que con De la Rúa, los argentinos se aburrirían y lo extrañarían a él.
Entonces, el candidato de la Alianza contraatacó en un aviso publiciario: "Dicen que soy aburrido…". Esta confesión tuvo un impacto enorme en la campaña. La frase fue objeto de bromas hasta de sus seguidores. Pero fue efectiva. Resultó al fin que la gente quería aburrirse un poco con la política.
Los rasgos que mejor definieron la llamada "cultura menemista" de estos años fueron la frivolidad, el exitismo, el uso patrimonial del poder, el clientelismo, y, lo más grave: el desprecio por la legitimidad, la manipulación de la justicia, y la vulnerabilidad a la corrupción.
El encuestador Manuel Mora y Araujo explicó a IPS que no es necesario confirmar si las denuncias de corrupción son o no reales, lo que el gobierno de Menem negó siempre. Lo importante, para Mora y Araujo, es que el caso de la corrupción se convirtió en un asunto político de enorme trascendencia.
De la Rúa no se dejó llevar por el triunfalismo ni aún cuando las encuestas señalaban que este domingo ganaría por buena diferencia. "No quiero hablar de quienes serán mis ministros, hay que esperar los resultados", tranquilizaba a la prensa en vísperas de los comicios.
Para algunos observadores, no fue Menem el que impuso los disvalores de su era, sino el que mejor supo encarnar un estilo que estaba presente en cierto sector social: el que amaba las fiestas, la noche, las cirugías estéticas, los gimnasios, la juventud eterna.
El sector de los que adoran aparecer en esas revistas que muestran a los personajes famosos posando sobre la cama, junto a la piscina, o reclinados en el sillón de un salón ostentoso.
Ahora, según opinan intelectuales y analistas, esa misma sociedad parece querer "redimirse" con De la Rúa, un señor de traje oscuro y corbata, que asume el paso de los años, y que pocos saben dónde vive.
En estos años, "el camino del éxito se confundió con el camino del delito", advirtió el escritor Marcos Aguinis no sin cierta indignación.
La fascinación de Menem con el mundo de los artistas fue proverbial, y su apego al lujo lo llevó a convertir la residencia presidencial en un palacio rodeado de jardines con fuentes y especies exóticas, y un campo de golf que él mismo mandó hacer cuando fue seducido por ese deporte que en Argentina es de elite.
De la Rúa, decidido a cultivar sus diferencias con Menem, dejó de practicar golf, un deporte que lo tenía como aficionado desde hacía 30 años.
La coquetería de Menem, su vestuario a la moda, sus cirugías e implantes de cabello, dieron paso a la sobriedad de un De la Rúa que asegura que se compró un traje cuando asumió como alcalde en 1995.
Menem ama las carreras de autos y conduce aviones y motos, mientras que los pasatiempos de De la Rúa nada tienen que ver con el vértigo, ni son costosos. El presidente electo colecciona pájaros y cultiva bonsai.
Este hombre tranquilo, que por fin llega al gobierno, se siente hoy calladamente agradecido de ser un producto de la "era Menem", algo así como un "hijo no deseado" del actual presidente, que a partir del 10 de diciembre estará en la oposición. (FIN/IPS/mv/ff/ip/99