José Amayo, uno de los 36 sobrevivientes del accidente aéreo más trágico de la historia de Argentina, se muestra incapaz de narrar lo ocurrido el martes. "No se puede contar el caos", resumió.
"Todos pisándonos hasta llegar a la única puerta que se abrió, bajamos por la manga y corrimos desesperados para cualquier lado con tal de alejarnos de ese infierno", relató Amayo.
Al menos 64 cadáveres fueron extraídos del avión, pero solo siete son identificables. Otros 30 no pudieron ser retirados por el estado de descomposición que presentaban. Hay, además, desaparecidos y más de 30 heridos, algunos muy graves.
Un profesor del campo de golf sobre el que se detuvo el avión dijo haber ayudado a sacar de la cabina al piloto. "Soy el piloto, me quiero morir", le habría dicho el comandante, quien, sin embargo, aún está desaparecido y no figura entre los heridos.
El avión, un Boeing 737, había partido del Aeroparque Jorge Newbery de la ciudad de Buenos Aires con destino a la provincia de Córdoba. Llevaba 96 pasajeros, dos de ellos menores, y cinco tripulantes. Pero nunca llegaron. Apenas salieron, brutalmente despedidos, de la base aérea.
En la maniobra de decolaje, a un metro escaso de altura, la turbina izquierda sufrió una falla. "Se sintió un silencio. Los motores se pararon. Nos estrellamos contra el piso y empezamos a arrastrar todo en el camino", contó otro de los sobrevivientes, Fabián Núñez.
El avión perdió el equilibrio por la falla y viró a la izquierda. Con sus 20 toneladas, resbaló enloquecido a unos 250 kilómetros por hora, tragándose las rejas de hierro que rodean la pista hasta cruzar la avenida Costanera, frente al Río de la Plata.
"Nunca me voy a olvidar de las caras de horror detrás de las ventanillas", declaró un transeúnte que paseaba por la avenida Costanera y vio cómo el Boeing irrumpía en la cancha de golf, con un ensordecedor chillido de hierros.
Como un tifón, la nave arrastró a dos automóviles que esperaban la luz verde y atropelló gente.
En el campo de golf, ubicado frente a la ribera del Río de la Plata, había unas 200 personas que se salvaron del impacto por un talud de tierra y que ayudaron a los primeros sobrevivientes que salieron del avión.
La nave aminoró la velocidad al golpear contra una pala mecánica primero y contra el talud después. "No nos atropelló a todos nosotros por el talud", decía uno de los golfistas que actuó como socorrista.
Como remate de tanta locura, al frenar, el avión se transformó en una masa de fuego que sopló de adelante hacia atrás. Solo atinaron a salir algunos de pasajeros que la suerte había ubicado en los asientos traseros. Los golfistas los recibían arrancándoles la ropa.
Los demás se calcinaron dentro del avión, pese a la rápida acción de los bomberos y la inmediata llegada de unas 60 ambulancias y de socorristas.
La empresa responsable del siniestro, Líneas Aéreas Privadas Argentinas (LAPA), declaró en un comunicado que dará información a la justicia. Entre los desaparecidos figuran los pasajeros de dos automóviles que arrastró la nave y que aparecieron entre las entrañas del avión.
"Gracias a Dios, en mi fila estaba solo y pude salir corriendo. Todo se dio para que me salve, y todavía no sé por qué. No voy a olvidarme nunca de los rostros de la gente entre las llamas", contó José Amayo.
Núñez contó que el vuelo se demoró unos minutos por un desperfecto. "Yo vi a los mecánicos trabajar antes en la turbina izquierda, junto a mi ventanilla, y le pregunté a mi compañero si sabrían lo que hacían", dijo.
"Al chocar el avión contra el piso, tardé como un minuto en quitarme el cinto. Nos tropezabamos uno sobre otro para salir por atrás. El ruido era ensordecedor porque arrastrábamos cosas", agregó.
"Volví a nacer… No conocía a nadie de quienes iban en el vuelo pero lo lamento… Yo también en un momento bajé los brazos porque no podía respirar y me quería quedar ahí… a morir", contó Núñez, entre sollozos.
Otro de los sobrevivientes fue Carlos Gariboto, que viajaba con su hijo de ocho años y algunos compañeros de trabajo. Sus amigos consiguieron fila tres, pero él no pudo ubicarse cerca de ellos y se conformó con la fila 18.
"Habíamos pasado un día hermoso. Mis compañeros iban en la fila tres, y, cuando el avión comenzó a carretear, uno de ellos se dio vuelta y me sonrió levantando su mano", recordó Gariboto.
"Entonces, el motor explotó, el avión cayó y empezó a deformarse. Todas las butacas de adelante se juntaron y la gente quedó aprisionada. Yo saqué a mi hijo y pudimos bajar por atrás, y otros se tiraron encima nuestro", añadió.
Ahora, Gariboto no quiere ni subir a un ascensor. "Voy a ver si me vuelvo a Córdoba caminando", dijo, en alusión a los 650 kilómetros que lo separaban hoy de su provincia. Su hijo, mientras, ya tomó una decisión definitiva: "Nunca más subo a un avión". (FIN/IPS/mv/mj/tr/99