La detención en Londres del ex dictador Augusto Pinochet suscitó una polémica sobre los límites de la doctrina de la no intervención, el surgimiento de una nueva justicia internacional y la estabilidad de la democracia en Chile.
A medida que ante la Cámara de los Lores de Gran Bretaña van cayendo uno a uno, por inconsistentes, los argumentos jurídicos presentados por la defensa del militar chileno, ésta apela a un criterio político.
Pinochet debería quedar libre "para asegurar la estabilidad política en Chile", según su abogada, Claire Montgomery. Esto equivale a reconocer que su defendido apoya a la ultraderecha que en su país organiza disturbios y amenaza con un golpe de Estado.
Pero la posibilidad de un golpe es tan incierta como las argumentaciones jurídicas para defender la impunidad del general.
En 1995, siendo todavía Pinochet comandante en jefe del Ejército, un tribunal chileno condenó a uno de sus más directos colaboradores, el general Manuel Contreras, por el asesinato del ex canciller socialista Orlando Letelier.
Al ex dictador le disgustó el fallo, reunió a sus generales y presionó al gobierno, pero el condenado todavía están en la cárcel, pagando su delito.
Desde entonces ocurrieron muchas cosas en el Ejército. Pinochet no es más su comandante, 15 generales pasaron a retiro y los nuevos mandos respetan la Constitución.
Además, Chile firmó un compromiso de paz, seguridad y democracia con sus socios del Mercosur, que dejaría aislado a ese país si se interrumpiese la continuidad constitucional.
Y, tan importante como eso, la situación mundial varió y Estados Unidos, que en 1973 apoyó su golpe de Estado, en esta oportunidad sería de los primeros en oponerse.
Tampoco hay riesgo de fractura política. Una encuesta demuestra que la mayoría de los chilenos quieren que se juzgue al ex dictador. Aun en los dos partidos pinochetistas el porcentaje de los que apoyan su enjuiciamiento oscila entre 38 y 41 por ciento, contra 42 por ciento que quieren pasar a otra página.
Si el peligro de golpe y de desestabilización de la democracia chilena puede descartarse, la polémica sobre la contradicción entre el principio de no injerencia en los asuntos internos de los estados y la justicia internacional merece ser atendida.
Al terminar la segunda guerra mundial había medio centenar de estados independientes. En la actualidad hay dos centenares.
La posguerra se caracterizó por la división Este-Oeste y por el proceso de descolonización, que marchó unido a la creación del Movimiento de Países No Alineados y el fortalecimiento de la doctrina de no injerencia, según la cual cada Estado arregla sus asuntos internos sin intervención de terceros.
Los No Alineados sustentaban esa doctrina y las grandes potencias la transgredían, celosas de defender sus zonas de influencia respectivas.
Así, la Unión Soviética invadió Checoeslovaquia y Hungría, cuando esos países intentaron abrirse a la democracia, China ocupó Tibet y Estados Unidos promovió golpes de Estado en casi todos los países de América Latina y envió directamente sus tropas contra República Dominicana, Granada y Panamá.
Siempre, desde luego, violando normas expresas de las Naciones Unidas.
Todo ello explica el fuerte sentimiento antiintervencionista que existe en América Latina, presente detrás de las declaraciones del gobierno de Eduardo Frei aunque, en el fondo, sabe que a mediano plazo lo que está ocurriendo con Pinochet significará un fortalecimiento de la democracia en su país.
Porque hoy, sin duda alguna, el principal obstáculo para que siga progresando la democratización de Chile es la figura del ex dictador, los senadores vitalicios impuestos por él que impiden reformar la Constitución y la impunidad de sus crímenes contra la humanidad.
Así como el enfrentamiento Este-Oeste tuvo su contrapartida en la no injerencia, el fin de la guerra fría abrió paso a una nueva conciencia universal que poco a poco gana terreno y que proclama la ausencia de fronteras para perseguir a violadores de derechos humanos, genocidas y torturadores.
Los juicios iniciados en España no responden al capricho de un juez ni a conturbernios políticos, sino a denuncias concretas de las víctimas, al trabajo de los equipos de juristas dirigidos por Joan Garcés y Carlos Slepoy y a la actividad sin desmayo de las asociaciones humanitarias.
El pedido de extradición del juez Baltasar Garzón, avalado por los 11 miembros de la Sala Penal de la Audiencia Nacional de España, recoge ya múltiples ecos en otros jueces europeos y hasta en parlamentos, como el Europeo y el de México, que el día 5 respaldó por unanimidad el proceso.
Es probable que Pinochet sea extraditado y es también probable que no. Es probable incluso que el Ministerio del Interior británico decida expulsarlo por motivos humanitarios, los mismos motivos que él ignoró cuando mandó torturar y matar a otros ancianos.
La diferencia radica en que él gozó de todas las garantías de defensa en juicio y sus víctimas ni siquiera merecieron la última compasión de que sus cadáveres fueran entregados a sus deudos.
Pero, sea que lo conduzcan a España, sea que viaje hacia Chile como un prófugo perseguido por mil jueces, lo importante ya no es si termina sus días en una cárcel.
Lo trascendente es que en torno a este episodio se ha dado un paso hacia delante para lograr que los derechos humanos superen las fronteras nacionales y esté más próxima la realidad de un Tribunal Penal Internacional reconocido y respetado por todos los países.
Nada ni nadie podrá olvidar que en esta noble tarea España, y en especial sus jueces, están cumpliendo un papel digno de ser elogiado. ————————————————————————————————- (*) Tito Drago, periodista, dirigió el semanario La Aurora de Chile hasta su clausura después del golpe de 1973. Es autor del libro "Chile, un doble secuestro", Ed. Complutense, Madrid, 1993. (FIN/IPS/td/mj/ip hd/98