Un grupo de niños juega en la Plaza Independencia de la capital de Burundi como si nada en el mundo los perturbara. Uno de ellos lanza una moneda al aire, y los otros apuestan de qué lado caerá. Son los "abatimbayi", un término kirundi que significa "aquellos que ya pasaron por todo".
Pero las bromas y risas que rodean el juego de "cara o cruz" no alcanzan a disimular la triste realidad de esos niños de la calle, cuya vida fue deshecha por la guerra civil que siguió al asesinato, en octubre de 1993, de Melchior Ndadaye, el primer presidente de Burundi surgido de elecciones.
Ndadaye fue también el primer presidente hutu, la etnia a la que pertenecen 85 por ciento de los 6,5 millones de habitantes de Burundi.
El gobierno había estado siempre en manos de los tutsis, que conforman sólo 14 por ciento de la población, pero controlan el ejército.
Ndadaye fue asesinado en medio de un golpe de Estado fallido, protagonizado por oficiales tutsis. Su muerte enardeció a los hutus, que se lanzaron contra los tutsis, y el ejército reaccionó contra la etnia mayoritaria, de la que surgieron entonces grupos armados rebeldes.
La tentativa golpista fue seguida de cinco años de enfrentamientos armados que segaron la vida de cientos de miles de personas.
Pero los sobrevivientes también han pagado un alto precio. Entre otras víctimas, se cuentan los niños huérfanos o cuyas familias se han visto obligadas a huir del interior del país hacia Bujambura, la relativamente segura capital.
Los más afortunados entre esos niños huérfanos están a cargo de sus parientes. Otros viven en campamentos de refugiados em los que no hay alimento para todos.
"Entre 26 y 40 por ciento de las personas refugiadas en los campamentos sufren desnutrición", informó Fortunat Ntafario, del Ministerio de Salud.
Numerosos niños optan por la calle, para escapar a la realidad de los campamentos. Se les encuentra en las cercanías de las grandes tiendas, en aparcamientos y en el principal mercado de la ciudad, robando o mendigando. "Sayidiya" (ayúdeme), dicen, al tiempo que extienden las manos.
Otros se ofrecen para cuidar automóviles o llevan las canastas del mercado a las amas de casa. Aparecen corriendo al encuentro de quien estaciones un automóvil: "Tenemos hambre, señor. Mataron a nuestros padres. Deme algo de dinero para comprar un pedazo de pan".
Didier, de 14 años y Pascal, de 15, piden limosna cerca del correo central de Bujumbura. "Algunas personas ni siquiera nos escuchan", se queja Didier, quien dice que abandonó el colegio en quinto grado.
¿Dónde pasan la noche? "En la Plaza Independencia, o en los parques cerca de la catedral", responde Pascal. "Nadie nos molesta allí, pero hay mosquitos", agrega Didier, cuyo antebrazo luce la marca de picaduras de insectos.
La situación de los niños de la calle es dramática. La profesora Assumpta Naniwe, de la Universidad de Burundi, descubrió en un estudio entre 2.770 niños que varios de ellos sufrían de "severos problemas psicológicos".
"Noventa y tres por ciento de los niños (encuadrados en el estudio) habían presenciado o sido objeto de actos de violencia. Algunos de ellos todavía llevan las marcas físicas de esos actos", concluyó Naniwe en su informe.
La investigación fue efectuada en la provincia norteña de Muyinga, en Gitega, en el centro, y en Buyigi, al este, las tres regiones más afectadas por la guerra.
"Cincuenta y ocho por ciento de aquellos que sufrieron agresiones exhiben cicatrices y mutilaciones o han quedado desfigurados", dice la profesora. Y añade: "Algunas niñas sufrieron abuso sexual, pero no se han atrevido a revelar su doloroso secreto, por vergüenza".
"Estos niños atraviesan una terrible crisis de confianza, porque sus agresores no les eran extraños. La amplia mayoría de los niños, 80 por ciento, los conocía", explica Naniwe. "Los vecinos que ellos consideraban amigos y hermanos se convirtieron en enemigos de la noche a la mañana", dice.
La agitación política también obligó a los niños a dejar la escuela y, de acuerdo con Joseph Ndayisaba, un ex ministro de Educación, los últimos cinco años fueron "una verdadera catástrofe" para la enseñanza en el país.
Más de 70 por ciento de los niños de Burundi en edad escolar asistían a claeses en 1992 y 1993, pero esa proporción se redujo a 43 por ciento entre 1996 y 1997.
"La tasa de asistencia escolar ha descendido de 48 por ciemto a ocho por ciemto en cuatro años" en algunas provincias, como Karuzi, en el centro-este y Cibitoke y Bubanza, en el oeste, comentó Ndayisaba.
Pese a que los niños de la calle no son violentos, se teme que, de no hallarse una solución duradera a su situación, puedan tornarse agresivos. "Existe el riesgo de que se retraigan y desarrollen cierto tipo de agresividad", advierte la profesora Naniwe.
La economía de Burundi se hundió como consecuencia del embargo comercial y de transporte impuesto por los países vecinos luego del golpe de Estado del mayor Pierre Buyoya en julio de 1996. La precariedad económica no permite vislumbrar soluciones para los niños de la calle.
Cuarenta y dos por ciento de la población de Burundi es menor de 15 años. Años atrás, el gobierno lanzó una consigna: "Alfabetización para todos en el 2000". Habida cuenta de la situación, "esa meta deberá ser aplazada otros 10 años", afirma Ndayisaba.
Asistir a la escuela ni siquiera pasa por la cabeza de los niños de la calle. Tienen problemas más inmediatos, como encontrar algo para comer. Conscientes de que su lucha por sobrevivir es dura, se agrupan en bandas y tratan de ayudarse entre sí. (FIN/IPS/tra- en/ak/kb/mv/nc-ff/pr/98