COLOMBIA: La crisis desata una cruenta guerra en las calles

Las autoridades de la capital de Colombia libran su batalla para recuperar espacios públicos en manos de vendedores ambulantes, que reivindican su derecho a ocuparlos para subsistir.

Los enfrentamientos más duros ocurrieron en la histórica Plazuela de San Victorino, tradicional punto de confluencia de vendedores mayoristas y al menudeo que ofrecen desde collares de perlas falsas hasta pomadas para remendar ollas o cambiarle el color a los zapatos viejos.

La contienda registrada un sábado de madrugada dejó un muerto, varios heridos y muchos familias desamparadas, cuando los piquetes policiales arremetieron, por orden de la Alcaldía, con carros- tanque, gases lacrimógenos y chorros de agua.

Empapados quedaron los libros de texto amarillentos con anotaciones garrapateadas en tinta descolorida que de tantos apuros debieron sacar a estudiantes pobres cuando los vendieron o canjearon por otro manual.

Pero más allá de las batallas a la espera de un fallo de la justicia o de alguna concertación con el gobierno de la capital, está la pequeña guerra cotidiana entre el vendedor de la esquina y el policía encargado de patrullar las calles.

"Esta es la tercera máquina de hacer jugo y la cuarta mesa que compro este año", contó doña Patrocinia, mientras exprime con notable rapidez una tras otra las naranjas que saca de un bulto de frutas que adquirió, al amanecer, en la Plaza de Corabastos, en el suroeste de la ciudad.

Mientras relata su historia mira nerviosa a uno y otro lado de la esquina que hace ocho años colonizó, cuando desistió de seguir trabajando como lavandera en casas de familia. "Cuando uno menos piensa salen los 'verdes' (policías) y trastean con todo. Hay que estar 'pilas' (alerta)", explica.

"Este trabajo se puso feo. Ya no vale nada, ni los reclamos, ni los jugos reforzados que les brindaba a los agentes, con vitamina china de contrabando y huevo de codorniz crudo", explicó, mientras atiende a sus clientes habituales.

Los que esperan su jugo son oficinistas, conductores de ómnibus y uno que otro bohemio que amaneció en algún hotelucho de mala muerte.

La señora Anita, de 60 años, está 10 manzanas al norte de la venta de jugos de doña Patrocinia. Carga su "negocio de toda la vida", un platón de plástico verde con correas de cuero con "12 kilos o más" de platillos. "Es la única forma de salir corriendo cuando llegan ellos", los policías.

Hace dos meses, también un sábado, llegó la policía y un piquete de Obras Públicas y acabó con las 12 casetas de lata pintadas de amarillo y rojo, los colores de la bandera de Bogotá. "Las volvieron trizas para que no nos reinstaláramos", contó, con rabia contenida.

"Nosotros ya estabamos alertados pero pensamos que se podía transar", dijo la señora Anita, añorando tanto como sus clientes la época en que su negocio vendía cualquier periódico de provincia e, incluso, algunos extranjeros.

"Tantos años aquí, ofreciendo almuerzos ejecutivos (ensalada de frutas y emparedado de jamón por unos 1,20 dólares), y ahora, mire, en lo que quedó el negocio", dijo, señalando con la mirada su precario platón de plástico.

"Es que todavía me queda un nieto por sacar adelante, y hasta ahora va en la primaria", explicó, entre altiva y resignada.

Las historias se multiplican por decenas y miles.

"Yo me decidí por las chocolatinas y caramelos porque tienen mucha salida y los dan a crédito", dijo el joven Jairo. Don Ramiro vende cigarrillos y maní. José combina el oficio de lustrabotas con la venta de periódicos.

Todos ellos son desplazados en una ciudad que, a su vez, recibe a miles de desplazados del resto del país.

De los 5,7 millones de habitantes de Bogotá, 1,5 están en condiciones de suma pobreza. Del millón de desplazados por la violencia política que sufre este país en la última década, según cifras oficiales, 230.000 habían llegado a la capital hasta 1996.

Si se tiene en cuenta que 1997 fue el año en que mayor número de desplazamientos internos se registraron como consecuencia de la agudización del conflicto armado y la avanzada de los grupos paramilitares, la cifra real de nuevos habitantes de la ciudad en condiciones de miseria es más alto.

El Departamento Administrativo de Planeación Distrital informó que "la temporalidad del empleo y su creciente informalidad se está convirtiendo en una tendencia a largo plazo en la capital, con todas las consecuencias negativas que la inestabilidad y la precariedad de las remuneraciones trae sobre la productividad".

Más de la mitad de la población informal de Bogotá, que en gran medida incluye a los 806.000 vendedores ambulantes, tiene entre 20 y 39 años.

Setenta y dos por ciento de los vendedores callejeros no gozan de servicios de seguridad social, lo que demuestra que "los principios básicos de universalidad, equidad y solidaridad son puestos en tela de juicio", según el informe.

La situación no es mejor para otros trabajadores informales que son vendedores puerta por puerta, en las casetas callejeras que la Alcaldía está eliminando o en vehículos acondicionados que facilitan la huida cuando vienen "los verdes".

Hay jóvenes como Manuel, de 14 años, hijo de un vendedor ambulante que un día se fue y no volvió, que creen que "las calles es lo único que queda porque uno camina y camina y no se acaban nunca".

Otros, las víctimas del plan de recuperación del espacio público, creen que "también a la calle la están quitando", como dijo doña Patrocinia.

El urbanista Juan Carlos Flores, ex candidato a alcalde, sostuvo que, si se quiere "reciclar" la ciudad para hacerla más habitable y equitativa, hay que empezar por "hacer énfasis en aquellos sitios donde hoy son punto de conflictos".

Se trata de lugares "donde los conflictos solo parecen resolverse con la aniquilación del otro y que mañana tal vez puedan ser lugar de nacimiento de una cultura ciudadana menos destructiva", dijo Flores.

El sociólogo Alfredo Molano, crítico de la "limpieza" del centro histórico de la ciudad emprendida por el alcalde Enrique Peñaloza, manifestó su contrariedad por que la única oferta de reubicación de los vendedores de San Victorino sea el edificio de un antiguo matadero público, con su carga simbólica.

"Quizás estamos diseñando una ciudad de cuyo espacio no nos hemos apropiado, para una comunidad que ignoramos como ente colectivo al cual pertenecemos", dijo Juan Carlos Pérgolis, otro estudioso de la ciudad para explicarse el caos urbanístico de Bogotá. (FIN/IPS/mig/mj/dv/98

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