Al igual que en el siglo XIX los británicos extraían lana y cuero de países sudamericanos a los que luego vendían productos elaborados, hoy los agricultores latinoamericanos compran semillas de laboratorio producidas a partir del material genético que donaron hace 20 años.
En Brasil, uno de los países con mayor biodiversidad de flora y fauna del mundo, más de la mitad de las 60.000 especies vegetales conocidas ya están patentadas por las grandes transnacionales.
Durante el primer Seminario Indígena de América Latina y el Caribe, celebrado este año en México, se denunció que varios laboratorios internacionales han patentado en Europa y Estados Unidos las propiedades curativas de 5.000 de las 30.000 plantas que utiliza la medicina tradicional indígena.
Las empresas no sólo no pagaron un dólar por esos derechos, sino que durante sus investigaciones en el terreno tomaron muestras de sangre a los indígenas yaquis, para extraer y sintetizar un antígeno naturalmente producido en sus organismos.
América del Sur es aún "tierra de promesas", opinan expertos en recursos genéticos citando el caso del "Zea diploperennis", una variedad de maíz perenne y resistente a cuatro de las siete principales enfermedades del cereal descubierta en 1978.
Esa planta no fue descubierta creciendo en los bosques sino ordenadamente cultivada en dos hectáreas, en plena sierra de Manatlán, en el occidente mexicano, por una familia de indígenas que la produjeron por generaciones y la usaban mezclado con el maíz común como alimento para sus animales en la estación seca.
Su valor potencial desde el punto de vista genético representa miles de millones de dólares.
En un artículo publicado en el periódico estadounidense Los Angeles Times, Alvin Toffler, autor del libro "La tercera ola", donde anunciaba el adevenimiento de la era posindustrial basada en la alta tecnología, efectuó predicciones referidas al futuro de la agricultura.
Toffler imagina que la producción agrícola masiva, característica básica de la "Revolución verde", será sustituida por el cuidado planta por planta mediante el uso de sensores satelitales, maquinaria guiada por computadoras y la aplicación intensiva de la biotecnología.
La Revolución verde, impulsada por Estados Unidos y las transnacionales vinculadas al agro después de la segunda guerra mundial, implantó a nivel casi planetario un modelo productivo basado en el mejoramiento de los suelos, el uso intensivo de semillas industriales y pesticidas.
Muchas veces, las mismas grandes empresas eran las que proveían las semillas, el fertilizante y el "defensivo agrícola", nombre eufemístico de los pesticidas, cerrando un círculo monopólico que produjo enormes beneficios y acumulaciones de capital.
Lo que anuncia Toffler lo descubrieron hace casi 20 años las empresas químicas transnacionales, que desde entonces empezaron a invertir parte de sus cuantiosos beneficios en el desarrollo de la biotecnología y la ingeniería genética.
El nuevo paradigma productivo, cuyo nombre, "agricultura y desarrollo sustentables", se inspira según ciertos autores en la terminología ambientalista de moda, se basa en la utilización masiva, casi exclusiva, de semillas genéticamente modificadas en los laboratorios de las propias transnacionales.
Patentes mediante, esas empresas se aseguran el monopolio de la producción mundial.
Las semillas transgénicas -genéticamente modificadas- pueden ser inmunes a ciertos herbicidas, resistir cambios climáticos bruscos, madurar más rápido o más lento, producir vegetales más altos, más bajos, nutritivamente distintos a los "originales".
Para hacer frente a las enormes inversiones necesarias a la producción de estas semillas varias de las mayores transnacionales debieron fusionarse.
En los últimos cinco años, Calgene -creadora de la soja transgénica- fue absorbida por Monsanto, que a su vez se asoció con Cargill para desarrollar granos genéticamente modificados.
Ciba-Geigy se fusionó a su vez con Sandoz y Merck, transformándose en Novartis, Schering-Boehringer se asoció con Hoetchst, creando AgrEvo, mientras Bunge y Born está liquidando sus empresas del sector alimenticio en Argentina, Australia, Brasil, Uruguay y Venezuela.
"No vendemos porque estas empresas no sean rentables, sino porque tomamos una decisión estratégica de concentrarnos en el negocio de los granos y los fertilizantes", señaló un representante de Bunge y Born al diario argentino Clarín.
Según Enildo Iglesias, secretario regional para América Latina de la Unión Internacional de los Trabajadores de la Alimentación (UITA), "la gran carrera es en este momento entre dos empresas estadounidenses: Monsanto y DuPont, que entre ambas apuntan a constituirse en un oligopolio".
"En los últimos meses, DuPont ha comprado en parte o totalmente varias grandes empresas con una inversión de 4.800 millones de dólares", al tiempo que Monsanto hizo lo mismo con otra parte del mercado y su inversión llegó a los 5.200 millones de dólares", precisó.
El acuerdo de esta última trasnacional con Cargill establece que invertirá 100 millones de dólares anuales en investigación sólo en los laboratorios de esa empresa, destacó el dirigente de la UITA.
Refiriéndose a ese acuerdo, el presidente de Cargill, Ernest Micek, comentó que "producirá más y mejores opciones para alimentar la creciente población mundial de manera eficiente y ambientalmente correcta".
En su libro "Ladrones de la naturaleza", los ingenieros agrónomos y asesores de organizaciones ambientalistas brasileñas Sebastiao Pinheiro y Dioclecio Luz afirman que "la biotecnología marca un momento en la historia en el que es necesario que la humanidad reflexione sobre su destino".
"En ninguna otra circunstancia el ser humano tuvo tanto poder como ahora. Más que de un brujo, tiene poderes de un dios. Puede crear plantas, animales, seres pequeños y grandes. Manipular genes hasta que surja algo", sostienen.
Pinheiro y Luz se preguntan si es ético que "unos pocos dominen la producción de alimentos del planeta y sean dueños de la vida".
"¿Tienen derecho a crear seres que van a servir a sus propios intereses? ¿Pueden llegar a un país, apropiarse de la biodiversidad, extraer la materia prima y registrarla a su nombre?", añaden.
De acuerdo a estadísticas del Consejo Internacional de Recursos Fitogenéticos (CIRF), entre 1974 y 1985 -los años de mayor "tránsito" de recursos genéticos-, los países en desarrollo donaron 91 por ciento de las muestras analizadas, y los industrializados 8,8 por ciento.
En cambio, en ese período, las naciones industrializadas recibieron por intermedio del CIRF 42,3 por ciento del germoplasma donado, mientras que las del Sur en desarrollo captaron sólo 14,5 por ciento.
En un artículo incluido en el libro "Biotecnología. Después de la Revolución Verde", el canadiense Pat Mooney relevó que ya en 1982 el Observatorio de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico indicaba que "los países en desarrollo contribuyen con 500 millones de dólares anuales al valor de la cosecha de trigo estadounidense".
Esto significa una gran subestimación del aporte real de los países del Sur, considera Mooney. "Si fuesen calculadas todas las cosechas importantes en América del Norte, ese aporte sumaría miles de millones de dólares". Y lo mismo hace el Sur por europeos y australianos.
"La naturaleza de esa contribución es el germoplasma, los caracteres genéticos agregados a nuevas variedades de cultivo en todo el mundo. El Norte puede ser rico en granos, pero el Sur lo es en genes", destaca el especialista.
Mooney concluye que "el Sur donó ese material creyendo que sus tesoros botánicos serían parte de la herencia común de la humanidad, pero el Norte ha patentado la descendencia de esta herencia y ahora coloca sus semillas en todo el mundo con grandes beneficios". (FIN/IPS/dg/ag/pr-dv/98