Muy pronto, la Copa Mundial de fútbol tendrá que ser bienal, y quizás anual, ante la globalización y las presiones populares, nacionales, éticas, emocionales y, principalmente, económicas.
La periodicidad de cuatro años del Campeonato Munduial de Fútbol es disconforme con la velocidad actual de las actividades humanas y con las demandas de todo tipo. La elección de una nueva sede de la Copa se convirtió en una guerra entre continentes y países, tal como ocurre con los Juegos Olímpicos.
La solución encontrada para la Copa de 2002, la primera a realizarse en dos países, cuya organización fue adjudicada a Corea del Sur y Japón, comprueba que el formato tradicional ha sido sobrepasado por los reclamos.
¿Por qué no hacerla más frecuente, en lugar de dividirla en dos y crear nuevos problemas insolubles, como escoger el país donde tendrá lugar el partido final? La batalla por la organización del torneo del 2006 será reñida, y por las siguientes, mucho más.
La Copa Mundial nació en 1930, cuando las selecciones aún cruzaban el océano Atlántico en barco. Desde entonces evolucionó mucho, menos en su periodicidad, una cuestión aparentemente fuera del debate, un tabú.
El nuevo presidente de la Federación Internacional del Fútbol Asociado (FIFA), Joseph Blatter, propuso acortar la competición, considerando demasiados los 32 dias de la Copa de Francia, finalizada este domingo con el triunfo de la selección local. Acelerar es exigencia de los tiempos, y debería valer también para el intervalo.
La Copa tiene un solo vencedor. Los demás salen derrotados, aunque algunas selecciones tengan ambiciones limitadas. Esperar cuatro años por una nueva oportunidad es una eternidad descorazonadora.
La vida activa de un jugador profesional puede superar los diez años, pero su plenitud, que combina capacidad física y experiencia, se limita más o menos a la edad entre 25 y 30 años. Es la franja etaria en que se ubica el promedio de prácticamente todas las selecciones que concurrieron a Francia.
Sólo los jugadores excepcionales alcanzan a participar en más de dos Copas mundiales. En cuatro años cambia una generación de futbolistas. Quedan así sin segunda oportunidad selecciones brillantes que no lograron el triunfo, como la "naranja mecnica" de Holanda en 1974, la húngara de 1954 y las brasileñas de 1950 y 1982.
El intervalo de cuatro años hace de cada Copa una lucha crispada, que no conviene al espíritu deportivo ni a la salud física y mental de países enteros, aplastados por una derrota que parece definitiva. La esperanza de una revancha aparece muy lejana.
Cada partido se vuelve la "contienda de la vida" y la necesidad absoluta de ganarla pone en peligrosa tensión a la población de los países involucrados.
Edson Diniz Dutra, un conocido odontólogo brasileño de 52 años, murió el 7 de este mes de un ataque fulminante al corazón en Belo Horizonte, capital del estado de Minas Gerais, al finalizar el partido por el Mundial en que Brasil derrotó a Holanda en definición por penales.
La tensión degenera tambin en violentas manifestaciones de alivio, como agresiones, accidentes y borrachera. La cantidad de heridos, enfermos cardiacos y quemados ingresados en un hospital de Río de Janeiro aumentó seis veces sobre el promedio en la noche de aquelo martes 7. Fueron 238, frente a la cantidad habitual de 40.
Aumentar las ocasiones para la expresión de esa pasión podría también restarle dramatismo. Pero también le quitaría ese carácter de oportunidad única en la vida, que hace estallar los corazones.
En cualquier caso, nada es tan determinante como los intereses econmicos. La Copa se volvió negocio lucrativo para algunas industrias, y especialmente para el turismo, la televisión y la publicidad.
Los que lamentan las horas robadas durante el desarrollo de la Copa a la producción física olvidan que el dinamismo económico depende cada día menos de bienes materiales y más del "tiempo perdido" en busca de emoción.
La Copa de Francia dejó en evidencia el desajuste entre oferta y demanda. Una entrada para el partido final entre Brasil y Francia llegó a costar 6.000 dólares en el mercado negro de París.
Estar presente en los estadios del Mundial se volvió privlegio casi exclusivo de un público de capacidad adquisitiva relativamente alta, una ironía para el deporte más popular del planeta.
Reducir el intervalo entre torneos no eliminaría ese privilegio, pero ampliaría las posibilidades de todos —hinchas, jugadores y países— los que sueñan con ser campeones o sede del mayor acontecimiento deportivo del mundo. (FIN/IPS/mo/ff/cr/98