UN EMOCIONANTE Y ARDUO DESAFIO

Como nunca antes en la historia de la Comunidad Iberoamericana, la democracia es un rasgo común para la mayoría de las naciones que la conforman.

Con orgullo, levantamos este logro y nos felicitamos de haberlo alcanzado, superando en muchos de los casos duras y traumáticas etapas de autoritarismo que dañaron nuestras convivencias ciudadanas y dejaron legados difíciles de superar.

La democracia, ciertamente, es un bien preciado; es un concepto de amplia significación para todos quienes creemos que, mediante la libre elección de nuestros gobernantes, estamos optando por un camino mejor que nos conduzca hacia la prosperidad, la convivencia pacífica, la equidad social y la consolidación de un futuro estable y seguro para las generaciones venideras.

Nada de eso, sin embargo, está asegurado de una vez y para siempre, con el puro y simple hecho de ser naciones democráticas. De ahí que haber conquistado -o recuperado- la democracia es sólo el primer paso de un proceso de continuo fortalecimiento.

Ya lo dijimos reiteradamente en la pasada Cumbre Iberoamericana que tuvimos el honor de acoger en Chile: nuestras democracias aún deben recorrer mucho camino para consolidarse plenamente.

Las tentaciones autoritarias, los riesgos del populismo, las dificultades para adaptarse a la globalización económica y cultural, las tensiones sociales derivadas de los procesos de ajuste y de reforma de la economía, son algunos de los riesgos más evidentes que debemos enfrentar.

Pero hay otros desafíos y problemas que nos afectan y a los que debemos responder con responsabilidad. La democracia de hoy debe ser equitativa y eficiente. Debe impedir la discriminación entre los géneros; debe garantizar y proteger los derechos de los niños y de los ancianos; debe cautelar las minorías indígenas, culturales y religiosas.

Y debe, especialmente, lograr que los beneficios del progreso lleguen a todos los ciudadanos, ofreciendo igualdad de oportunidades.

Estas tareas derivan especialmente del mandato ético que fundamenta la democracia. Sin duda que este régimen político se caracteriza por sus elementos institucionales: elecciones periódicas, alternancia en el poder, vigencia de las libertades públicas, clara separación de los poderes del Estado. Ellos son fundamentales para el funcionamiento de la democracia.

Sin embargo, gobernar para la gente significa, en primer término, trabajar para crear las condiciones que permitan a todos una vida de calidad.

En este sentido, superar la pobreza que afecta a millones de latinoamericanos; las desigualdades en el ingreso, que en nuestra región suelen ser muy marcadas; y las diferencias en el acceso a oportunidades de educación y de trabajo, son tareas éticamente ineludibles.

Más aún, estamos convencidos de que en América Latina la democracia sólo será estable si asegura condiciones de desarrollo y equidad en el largo plazo, pero, a la vez, si existe un íntimo convencimiento acerca del valor de la democracia como sistema político y modalidad de convivencia.

La sustentabilidad de un proyecto económico y social se vuelve insegura cuando las sociedades están tensionadas por la existencia de profundas desigualdades, en las que unos pocos viven de acuerdo a los más elevados estándares internacionales mientras amplios sectores viven una vida de mucho esfuerzo y pocas recompensas.

Sin herramientas y recursos para integrarse a un estilo de desarrollo que se vuelve cada día más exigente, puede cundir, en los sectores más rezagados, el sentimiento de que el modelo es ajeno e injusto.

Por todo ello, en estos años la principal preocupación de mi gobierno ha sido terminar con la pobreza. Estamos llevando adelante una profunda reforma a la educación, buscando calidad y equidad en el acceso a la enseñanza y estamos mejorando substancialmente el sistema público de salud.

También hemos emprendido la reforma más relevante de este siglo en materia judicial, y hemos hecho importantes avances en vivienda social e infraestructura social.

Sin embargo, la acción gubernamental, además de una correcta inspiración ética, requiere del impulso de un desarrollo sostenido y equitativo. Altos niveles de empleo, incrementos en los salarios y respeto por las normas laborales que protegen a los trabajadores, son condiciones necesarias del desarrollo.

El crecimiento económico debe cautelar estos aspectos, procurando que los frutos del trabajo beneficien a todos: a empresarios y trabajadores, a productores y consumidores.

De esta manera, si distribuye sus frutos entre todos los miembros de la sociedad, se traduce en un sustancial mejoramiento de la calidad de vida de todos y permite superar la denigrante condición de la pobreza. El crecimiento sostenido es, entonces, un imperativo de la política de orientación humanista.

Conjuntamente, el Estado debe desarrollar una eficiente y fuerte política social para integrar a los sectores sociales más pobres al desarrollo, haciendo una distribución más equitativa de las oportunidades sociales.

En nuestras sociedades latinoamericanas, caracterizadas por profundas desigualdades, no es posible pensar que la sola acción del mercado posibilitará una mayor equidad social.

Un Estado democrático debe generar los mecanismos de inclusión social que permitan a los sectores más débiles superar sus condiciones de postergación, permitiéndoles el acceso a la vivienda, a una educación de calidad y a una atención de salud digna y oportuna.

En fin, nuestras democracias tienen un amplio arco de tareas que deben enfrentar para responder a las exigencias del tiempo presente y responder a más altas exigencias de calidad en la representación de los intereses ciudadanos.

Y para ello se requiere de una actividad política seria, confiable, que inspire respeto y que refleje con realismo las legítimas demandas de la sociedad que busca representar.

Pero, sin duda, una ética que dé sustento a lo social no es un asunto solamente político. Toda la sociedad debe asumir un compromiso con sus propios recursos morales. Las familias, las instituciones religiosas, educacionales y los medios de comunicación deben asumir su papel formador para generar un clima ciudadano de respeto por valores y normas.

El fomento de la excelencia cívica en la vida pública y privada es una tarea colectiva que debe incluir a todas las instituciones sociales mencionadas, y en la expresión cotidiana debe abarcar a los actores políticos, a las empresas, y, en general, a todas las instancias organizadas de la sociedad.

En el plano de la ética ciudadana, la sociedad civil debe aprender a usar los derechos ciudadanos que le asegura su propia Carta Fundamental.

Las libertades democráticas establecen un amplio espacio para crear instrumentos formales e informales de control ciudadano sobre las actividades y conductas de los agentes públicos. En esta dimensión aún tenemos mucho trecho que recorrer.

La importancia que el Estado ha tenido en nuestras sociedades iberoamericanas ha ejercido también un efecto debilitador de la capacidad de la ciudadanía para asumir y defender sus derechos. De este modo se ha demorado la afirmación de una sociedad civil poderosa que vele por las libertades y se constituya en el principal cimiento de una cultura de la responsabilidad.

Ciertamente, la participación es un proceso que debe nacer de la gente. Al gobierno y al Estado les corresponde promoverla, procurando que el orden jurídico y económico facilite la articulación de demandas y la canalización de propuestas hacia las instancias de decisión.

Esta tarea es relevante y tanto más ardua considerando la pesada herencia dejada en América Latina por los gobiernos autoritarios, que golpearon con fuerza a las organizaciones sociales que canalizaban las inquietudes y demandas de la gente. De ahí que sea preciso además vencer los temores de las personas.

Hoy, la participación social y política en nuestra región no significa riesgos para la vida o la seguridad personal; pero falta aún para que este sentimiento de la libertad se arraigue profundamente entre nosotros.

Reconstituir las confianzas es una importante dimensión de la participación ciudadana. Las naciones iberoamericanas tenemos, entonces, que responder a estos retos si queremos fortalecer nuestra democracia. No es un tarea fácil ni sus resultados, inmediatos. Pero es nuestra gran responsabilidad. —— (*) Eduardo Frei es presidente de la República de Chile. (FIN/Comunica-IPS/97

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