Karl Popper nos demostró, con argumentos de impecable lógica, que es vana la tarea de deducir el futuro a partir del presente. La realidad, dijo, define su perfil desde los conocimientos que se van incorporando al mundo y que intervienen en todos los órdenes de su accionar. Razonó que siendo imposible predecir qué cosas habremos de conocer, no se puede anticipar qué tipo de realidad habremos de tener mañana.
Esa mirada ciertamente ha sido verificada. Las distintas versiones de la escuela historicista que tanto predicamento tuvieron durante la primera mitad del siglo, vieron caer por tierra sus dogmáticas afirmaciones en las décadas recientes.
El determinismo político hegeliano y el determinismo económico marxista se dieron de bruces con las consecuencias de los grandes cambios culturales que se registraron en los últimos años, donde el impacto tecnológico irradió su influencia sobre la economía, la educación y aún sobre diversos ámbitos de las interacciones sociales.
El estratificado hombre-masa de la civilización industrial – protagonista errático del drama escrito por Marx- hoy es un fantasma del pasado; ha sido sustituido por el ciudadano que habita en un mundo interdependiente, abierto y globalizado, un alguien que ha comprendido que el progreso dimana directamente de la libertad y ésta tiene asiento, básicamente, en la estabilidad de las instituciones democráticas y en la velocidad y energía con que llegan y se utilizan los avances del conocimiento.
Se dirá, no sin fundamento, que seguir fielmente la línea de razonamiento de Popper implica toda una inhibición para tentar una conjetura sobre el porvenir.
En un sentido esto es verdad: si nos proponemos determinar con exactitud cuáles serán las etapas que nos aguardan en el mediano o largo plazo seguramente estaremos incurriendo en un error de naturaleza historicista, al creer que el porvenir es meramente una proyección de las características del presente en la muda y pasiva pantalla del futuro, (y que incluso hay leyes que regulan ese devenir).
Pero en otro sentido, la línea de razonamiento de Popper es fecunda y mucho nos ayuda a mirar hacia adelante, pues nos obliga a operar más con las tendencias de los acontecimientos y las potencialidades que encierran, que en sus características y servicio inmediatos.
Nuestro deber, instalados en una época de grandes cambios, consiste no ya en advertir la dirección de esos cambios, sino en contribuir a su orientación. Y como su orientación dependerá centralmente de los énfasis que provengan de las transformaciones culturales que están en curso, no podemos sino aplicarnos a ubicar el rol de esas transformaciones en el escenario que tenemos por delante.
Porque, se admitirá, hoy ya no estamos en aquella época en la que irresponsablemente se cotejaban utopías a cualquier costo, sino que vivimos en un mundo que ha sabido decantar el ideal de lo posible del ideal irreductible y maximalista de lo absoluto.
El mundo que tenemos ha aprendido, no sin sacrificios y desencantos, que no es suficiente tener buenas intenciones sino que además es indispensable convertir las intenciones en realidades. La ética de los principios cada vez más tiende a coincidir con la ética de las consecuencias, según la célebre definición de Jeremy Bentham.
EFICACIA DEMOCRATICA
Un ejemplo concluyente de esta verdad lo tenemos en la reafirmación histórica y también doméstica del sistema democrático. Tras muchas pruebas y amenazas, y aun retrocesos, podemos establecer que la democracia, como sostén práctico de la libertad, prevalece frente a todo experimento político.
El siglo XVIII conoció el advenimiento de la democracia -en dura lucha con el absolutismo- como efecto del ascenso de la racionalidad en el área de la cultura. El siglo XIX -romántico, dinámico, turbulento- diseminó la democracia como expresión de la conciencia de libertad en un esquema donde la idea de progreso fue asimilada al reclamo de racionalidad económica.
El siglo XX supo de la democracia como respuesta a los reclamos del humanismo, de la justicia social y de la tolerancia triunfantes luego de un tremendo combate contra el fascismo y el marxismo.
Los fines de este mismo siglo y el próximo que ya tenemos a nuestras puertas, habrán de conocer la democracia como condición indispensable para llevar a cabo el esfuerzo de alcanzar los mayores equilibrios de posibilidades sin por ello sofocar las energías del progreso ni, por ello, tampoco descuidar los derechos de todos los ciudadanos a una mejor calidad de vida.
Para ello la democracia deberá fortalecerse. Y no tiene otro camino para hacerlo que el que históricamente ha recorrido, es decir, demostrando que es en libertad, bajo el imperturbable imperio de la ley y con transparencia que los asuntos se resuelven.
Ultimamente hemos visto crecer algunos fenómenos -como la corrupción o la inseguridad pública- que avivaron las turbias aguas de los que siempre recelaron de la democracia. Desde los extremos del espectro político se alzaron voces que pretenden retroceder a etapas felizmente superadas por nuestros pueblos, como forma de dar respuesta a esas epidemias que tienen, hay que reconocerlo, un carácter mundial.
También han aparecido voces que no cesan de augurar estallidos sociales. Esos augurios, se sabe, muchas veces son, ante todo, expresión de deseo. Tampoco faltan, lamentablemente, los que todavía siguen soñando con mundos perfectos y paraísos terrestres, y siguen traficando con la promesa de infiernos reales como solución a todos los problemas.
Frente a ellos, y más que nada, frente a las dificultades reales que diariamente interfieren en la senda que une los principios con la praxis de la democracia, se hace necesario asentar la idea del cambio en paz. (sigue