nuestros días, sobretodo en el problema de la justicia social, que constituye la interface principal entre los procedimientos formales de la democracia representativa y la tarea sustantiva del desarrollo.
Tanto el régimen democrático como el esfuerzo de crecimiento económico encuentran en el tema de la justicia el mayor desafío ético. Las situaciones de desigualdad, de atraso y de injusticia conducen naturalmente a una creciente demanda por normas que puedan contribuir a lograr una mejor distribución del ingreso, de la renta y de las oportunidades.
Esa demanda por la equidad se vuelve todavía más fuerte en razón de la mayor circulación de información entre grupos sociales, entre regiones de un mismo país y, no menos importante, entre países.
En el esfuerzo de respuesta a esas exigencias legítimas de la sociedad, el Estado se ve obligado a enfrentar el problema que se refiere al núcleo más central de la discusión sobre valores: el de la transformación social, el de la realización de reformas que permitan impulsar de forma eficiente las tareas del desarrollo.
Para la transformación de la sociedad, la perspectiva ética es indispensable. Sin ella, el ejercicio de la política correría el riesgo de verse limitado a un mero juego de posiciones de poder, incapaz de superar los horizontes limitados de las ventajas individuales o de corto plazo.
Sin la perspectiva de los valores, se pierde el sentido de orientación que es fundamental para que una sociedad pueda mirar de frente sobre sus problemas y definir un rumbo para el futuro, un curso de acción que permita dar contenido al imperativo de todo el arte de la política: hacer posible lo que es necesario.
Una de las equivocaciones más graves en nuestra época sería creer que esa definición de los rumbos puede quedar a cargo del libre juego de las fuerzas del mercado, como si de la interacción de intereses privados surgiese, de forma inesperada, la virtud pública.
De las fuerzas económicas del mercado puede, efectivamente, surgir mucho de lo que es útil y necesario a las sociedades, pero no aquello que es indispensable para la constitución del espacio público: la definición activa y conciente de lo que es el bien común.
El mundo del valor de uso y del valor de cambio constituye, por así decir, una especie de grado cero del valor ético. En ese plano, el mercado es capaz de formular las preguntas, pero no de ofrecer las respuestas.
Una de las preguntas que permanecen sin respuesta, y que exigen un ejercicio de liderazgo de parte de los Gobiernos, es la relativa a la sustentabilidad del desarrollo y a su contenido humano.
Además de la maximización de intereses y utilidades, comprendemos hoy que el proceso de desarrollo sólo es digno de ese nombre si es compatible con la protección del medio ambiente y de los intereses de las generaciones futuras, e incluso más que la mera acumulación de riquezas, un instrumento de mejora de las condiciones de vida, en especial para los sectores sociales más vulnerables.
En una democracia, el sentido de orientación, la construcción de un "proyecto nacional", tampoco se puede concebir como una obra de ingeniería social realizada por el impulso moralizante de un Gobierno esclarecido.
No hay nada de equivocado en los impulsos moralizantes o en los Gobiernos esclarecidos. Pero en el ámbito democrático ese esfuerzo sólo se puede concretar si atraviesa, con éxito, un proceso de negociación, de paciente convencimiento de los diversos grupos y organizaciones que actúan en la vida pública.
Ese es quizás el aspecto mas propio de la relación entre la ética y la democracia. En el régimen democrático, el juicio ético no puede estar limitado a una referencia a los valores ideales, definidos en abstracto, sin relación con el proceso político que hace viable su realización.
La ética democrática es, siempre y esencialmente, una ética del diálogo, de la construcción argumentada del bien común, no como una imposición tecnocrática sino como el resultado de un proceso de discusión en el cual las diferencias de opinión no son un elemento accidental, sino una parte de las propias reglas de juego.
La negociación supone la tolerancia, la capacidad de oir y de entender que, en la complejidad de los asuntos públicos, cada cuestión puede tener varios lados y que dos intereses opuestos pueden ser ambos legítimos.
Eso significa que los resultados se obtienen mediante un esfuerzo de conciliación, de acomodamiento de posiciones, que hace posible la aplicación de la regla de la mayoría.
Al mismo tiempo, la propia negociación debe estar guiada por principios éticos que expresen tanto la supremacía del interés público como la preocupación por la protección de los grupos minoritarios.
Para las sociedades que se encuentran frente a las tareas urgentes de la eliminación de la pobreza y de la promoción de la justicia social, a veces el tiempo de la negociación puede parecer demasiado largo, exasperante. Pero el tiempo que se consume en ese proceso no es, de ninguna manera, tiempo perdido.
Hay una ganancia valiosísima, ya que las decisiones que resultan de ese proceso tienen la marca de la estabilidad, de la durabilidad, y son fortalecidas en su legitimidad por la transparencia de los procedimientos y por la apertura a la participación.
Y también, por la certeza de que las medidas adoptadas reflejarán, no una adhesión fácil a valores abstractos, irrealizables, ajenos a las condiciones efectivas de la vida social, sino el fundamento más sólido de la ética pública: el bien común construido a través del diálogo honesto y tolerante entre ciudadanos activos y conscientes. —— (*) Fernando Henrique Cardoso es presidente de la República Federativa de Brasil. (FIN/Comunica-IPS/97