Vivimos en una época de inmensas posibilidades. Con las múltiples transformaciones que, paulatinamente, habrán de ocurrir en nuestros hábitos, costumbres y estrategias a escala nacional e internacional, podremos empezar a escribir la primera página de una nueva Cultura de Paz.
Para que eso sea posible, debemos aceptar la complejidad de los temas, la índole planetaria de los problemas y de sus soluciones, así como la aceleración de nuevos retos internacionales.
Somos, por desgracia, expertos que conocen con todo detalle lo que cuesta la guerra; debemos ahora empezar a calcular el precio de la paz.
Sabemos que no será tarea fácil y que hay enormes intereses públicos y privados comprometidos en la defensa de la cultura bélica, pero al mismo tiempo debemos tener el valor de reconocer que, en conjunto, las consecuencias de la cultura bélica no son satisfactorias ni están a la altura de la dignidad humana.
En primer lugar, es preciso reconocer que el proceso de toma de decisiones políticas tiene unos límites cada vez más reducidos.
En efecto, no se trata ya solamente de "olfato político" acompañado de análisis económicos locales y a corto plazo, sino que se requieren datos relativos a los aspectos científicos y técnicos, a las tendencias de los distintos hemisferios, etc.
Necesitamos sobre todo diagnósticos que nos permitan adoptar medidas urgentes antes de que se produzcan situaciones irreversibles, teniendo en cuenta la interacción y la interdependencia con otros países.
La prosperidad y la seguridad de un país en concreto ya no dependen únicamente de su propio desarrollo y de sus relaciones con las personas vecinas, sino también de la reducción, a escala mundial, de las desigualdades y la injusticia que hacen peligrar a la humanidad entera.
Es urgente esforzarnos en generar y compartir el conocimiento. En la "Era de la Información", el conocimiento es -sin duda- la auténtica riqueza y la verdadera potencia de las naciones.
El excesivo crecimiento demográfico, precisamente en las regiones más pobres; los cambios medioambientales; la violencia y la intolerancia provocadas sobre todo por la injusticia, la desigualdad y la ignorancia, son los desafíos que persuadirán a las personas dirigentes de que ya no pueden contemplarlo todo desde una perspectiva puramente económica.
Lo ecológico, lo social y lo moral tienen ahora prioridad. Estas transformaciones deberían realizarse en lo sucesivo a un ritmo sumamente rápido.
Durante décadas, mientras duró la Guerra Fría, las instituciones y los organismos de cooperación internacional sólo pudieron hacer contribuciones limitadas -por valiosas que fueran- para fomentar la paz, la seguridad y el desarrollo.
Ahora, sin embargo, hay que reconsiderarlo todo, incluyendo, desde luego, a las Naciones Unidas. El papel de las Naciones Unidas en el mantenimiento de la paz no tiene precedentes. Pero, además, se espera que intervenga en cuestiones de energía, medio ambiente, tráfico de drogas y de armamento.
Se corre el peligro de que, al solicitar tan asiduamente su asistencia para el mantenimiento de la paz, se pierda de vista que su función primordial es evitar la guerra y promover el desarrollo social y económico.
Lo más patente -y más costoso- del Sistema de las Naciones Unidas sigue siendo la fuerza. Tenemos en nuestros presupuestos los fondos correspondientes.
No los tenemos en cambio para luchar contra la pobreza y la desesperación, que se hallan en la raíz de todos los desórdenes y de las tensiones que degeneran en confrontación.
Tal vez en ningún otro momento de la historia contemporánea haya sido tan notable la evolución conceptual y práctica del sistema internacional, tanto en términos de calidad como del ritmo de la transformación.
Es necesario anticiparse y adaptarse, a fin de establecer nuevos métodos y arbitrios que nos permitan actuar eficazmente en el futuro.
El grupo Carlsson estima que en el Norte, en el año 2000, los "dividendos de la paz" podrían oscilar entre 200.000 y 300.000 millones de dólares.
Opinan asimismo que, en los países industrializados, gran parte de estos recursos podrían utilizarse en servicios sociales (especialmente en salud y educación) y en protección medioambiental.
Esos expertos sugieren que de 30.000 a 40.000 millones de dólares tendrían que reservarse cada año para la cooperación internacional.
En el Sur, los dividendos de la paz podrían derivarse, en gran medida, de los estuerzos que realicen los propios países en vías de desarrollo que en la actualidad gastan unos 300.000 millones de dólares al año en armamento. En muchas de estas naciones, el presupuesto militar es dos o tres veces mayor que el destinado a salud y educación.
Una parte de lo que se gasta actualmente en las fuerzas armadas, habría de invertirse en servicios sociales, para lo cual sus gobernantes deberían saber resistir las enormes presiones que, sin duda, ejercerán los productores y suministradores de armamento.
La UNICEF calcula que para evitar la mortandad infantil y la desnutrición de 50 millones de niños y niñas, se necesitan 2.500 millones de dólares cada año. Con 1.000 millones al año, podría ponerse en marcha el programa "Salud para Todos" de la OMS.
Finalmente, según los cálculos de la UNESCO y del PNUD, bastarían 5.000 millones de dólares anuales para que toda la niñez pudiera recibir enseñanza primaria en el año 2000. Estos datos son parte del precio de la paz. La miseria podría erradicarse en veinticinco años.
Para que esto sea posible, entre ahora y el año 2000 sería menester conseguir educación primaria para toda la niñez; asistencia indiscriminada de niños y niñas a la escuela; reducción de un tercio en la tasa de mortalidad infantil.
Al tiempo que fomentan la enseñanza primaria, los países en vías de desarrollo deben preparar técnicos y mantener un núcleo – por modesto que sea- de científicos y expertos universitarios capaces de seleccionar, adaptar y reparar los equipos de tecnología extranjera. (sigue