Describe Jean Pierre Faye en «Los lenguajes totalitarios» cómo la destrucción de regímenes democráticos firmemente asentados en unos casos, y la puesta en peligro de todos, en las décadas anteriores a la II Guerra Mundial fue precedida por la multiplicación, hasta unos extremos que hoy parecen increíbles, de discursos totalitarios.
Y de esa descripción que como tal es inobjetable, infiere el análisis, que puede o no ser objetado, que al asalto y la conquista del poder por los fascismos contribuyó, en no menor medida que la crisis económica del año 1931 con sus terribles secuelas de paro y angustia por el futuro, el discurso totalitario, en definitiva la multiplicación de palabras totalitarias.
Las palabras tienen tal capacidad transformadora de la realidad que, supuesta una grave situación social y económica, con un alto grado de incertidumbre y desempleo, los discursos pueden contribuir tanto a imputar a los regímenes democráticos, a las partitocracias, la causa de la crisis, invocando como único remedio la dictadura y el autoritarismo, como a generar entre los ciudadanos la creencia de que la solución de los problemas existentes no puede ni debe pasar en ningún caso por la destrucción de la democracia.
En determinadas ocasiones se han cuestionado las Cumbres lberoamericanas de Jefes de Estado y de Gobierno. La mayoría de las veces desde el punto de vista de su utilidad.
Se pregunta de qué sirve, qué producto aporta, el hecho de que desde 1991 se reúna anualmente la Conferencia Iberoamericana y emita una Declaración final integrada, como el nombre del propio documento delata, por simples declaraciones que expresan un conjunto de buenas intenciones, si bien éstas están siendo acompañadas últimamente de la aprobación de proyectos de cooperación entre y para los países que integran la Comunidad Iberoamericana de Naciones.
La lectura de las declaraciones ofrece, sin embargo, un panorama bien distinto si se valoran sus palabras como instrumentos que pueden contribuir a la transformación de la realidad.
Desde la Declaración de Guadalajara hasta la de Margarita (Venezuela), cuyo expresivo título es el de «Valores éticos de la democracia», todas ban versado, y reiteradamente insistido, en el valor de la democracia para nuestros pueblos y en la necesidad de consolidarla, en el respeto a los derechos humanos, en la necesidad de preservar la paz, y en la solución pacífica de los conflictos.
Han vinculado la democracia con el desarrollo económico y social y a la educación con el desarrollo.
Los procesos de integración no sólo se contemplan como soluciones económicas en un mundo cada vez más globalizado e interdependiente, sino como procesos que contribuyen al acercamiento de los pueblos frente a las tentaciones aislacionistas de los nacionalismos.
Las declaraciones de las Cumbres, en definitiva, están generando, frente a los discursos autoritarios sobre los que se sustentaron y a los que contribuyeron las dictaduras militares, un discurso democrático del que sólo se puede decir que cuánto más se repita, más se interiorice y más se extienda, mayor efecto educativo-preventivo tendrá en los pueblos a los que va dirigido.
Para los hombres y mujeres que integran la Comunidad Iberoamericana de Naciones, sea cual sea la lengua que hablen, su raza, religión o nacionalidad, nada mejor que sus líderes, elegidos democráticamente, expresen en sus reuniones anuales palabras democráticas con las que se comprometen y que tienen la virtud añadida de su capacidad conformadora de la realidad.
Pensemos por un momento qué ocurriría si las reuniones de presidentes elegidos democráticamente fueran sustituídas por las de dictadores, militares o civiles, empeñados en extender en la región la bondad del autoritarismo y en buscar conjuntamente las fórmulas para apoyarse y consolidarse en sus respectivos países.
El discurso democrático no debe limitarse en el seno de nuestra Comunidad a las Declaraciones de las Cumbres. Debe extenderse e interiorizarse en todas las instituciones que integran el Estado y también en aquéllas en que se articula la sociedad civil.
Y, sobre todo, debe estar presente en las instituciones a las que está encomendada la educación de la futura ciudadanía, ministerios de educación y centros escolares. Y tanto en el aprendizaje de la democracia como forma de gobierno, como en cuanto forma de vida y actitud ante la misma.
De ahí que la relación de la educación con la democracia se deba concebir como un eje articulador de las políticas educativas de nuestros países y de los programas de educación en valores, de educación para la ciudadanía o como se quiera denominarlos, deban convertirse en objetivos prioritarios en los procesos de reforma educativa.
Si esos procesos son acompañados por políticas similares adoptadas por los medios de comunicación y por las instituciones o personas que contribuyen a la formación de la opinión pública, se podrá conseguir evitar esa preocupación que se expresa cada vez que se habla de la consolidación de nuestras democracias.
Y ello porque se llegará a una situación, no por ideal menos alcanzable, en que por más crisis que puedan afectar a la democracia en su funcionamiento cotidiano, menos se cuestionará como forma de vida y en definitiva como mejor forma de organización del Estado y de la sociedad. —— (*) José Torreblanca es secretario general de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI)